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BUSCADORES DE OSOS EN ALASKA.




Pueden ser muchos los motivos por los que un viajero quiera visitar el estado número 49 de los Estados Unidos de América, pero seguramente el principal de todos ellos sea disfrutar de la naturaleza. Por lo tanto, y bajo mi modesta opinión, si no eres un amante de los animales, las plantas o los paisajes, sinceramente es mejor que no te gastes tus ahorros en pisar las tierras indómitas de Alaska.

Mi verdadero propósito sí que era disfrutar de la “wildlife”, pero aún así el gran gasto que supone desplazarte hasta Anchorage, alquilar una autocaravana y mantenerte un par de semanas en el lugar, hizo que lo meditara seriamente en algún momento de la planificación. Tuve que “engañar” a otras tres personas más para compartir gastos y de paso disfrutar de la belleza del entorno en compañía, lo cual fue una auténtica gozada. Lo que sí que mantuve en secreto con mis compañeros de viaje en los primeros momentos de planificación fue el motivo principal por el que yo quería ir a Alaska: me moría por ver osos Grizzlies en libertad.

Si hay una tierra en USA que se ajuste perfectamente a la descripción de lo que es la América profunda esa es Alaska. Bares genuinos donde los lugareños te miran al entrar mientras se toman su cerveza sentados en perfecto orden en la barra, camareras que te rellenan la taza de café una y otra vez, pastel de arándanos o American Pie, trofeos de caza colgados en cada pared, gente obesa en una proporción bastante elevada, cabañas solitarias con los accesos cortados y mil señales advirtiendo de que si cruzas eres hombre muerto y camisas de cuadros, muchas camisas de cuadros. Y como no puede ser de otra forma una sociedad conservadora, donde Donald Trump aparece por todas las esquinas; en banderas, en carteles, en representaciones a tamaño natural que te pueden llegar a asustar cual aparición espectral, está casi de cuerpo presente el carismático pelirrojo. Las alusiones a los demócratas también son bastantes numerosas en todo tipo de merchandising, con lemas que suelen ser el nombre de Biden o de algún otro senador con la palabra “fuck” delante. No obstante y salvando los primeros momentos donde no supimos respetar la distancia social habitual que los seres humanos guardan en este país, he de decir que los alaskeños me sorprendieron para bien. Detrás de esos rostros serios y de miradas que pueden parecer desconfiadas, se esconden unas gentes que se desviven por ayudar, dialogantes y curiosas, cosa que a primera vista no representan. Las duras condiciones climáticas han hecho, sin lugar a dudas, que los lugareños que habitan estas tierras colaboren históricamente los unos con los otros por el mero hecho de poder sobrevivir un invierno más y por ende con los forasteros, lo que éramos nosotros. Es algo transmitido desde que los primeros habitantes se instalaron en este lugar, junto con la posesión de armas desde luego.

Típico paisaje del interior de Alaska.


Salvados los primeros temores de que se me llamara loco empecé a comentar a mis colegas de viaje las posibilidades que había de poder ver osos en Alaska. Riéronse estos de mi a la cara de inmediato, pues por todos es sabido que si una cosa hay en Alaska son osos. Traté de explicarles que sí, que hay muchos osos, que es fácil encontrarse con ellos mientras haces tus necesidades en medio del bosque, que hay que ir con especial cuidado por ciertas zonas haciendo ruido y hasta con un spray repelente por si acaso, que sí, que los hay. Pero yo quería verlos como los había contemplado tantas y tantas veces en la pantalla de la televisión, soñaba con observarlos mientras pescaban salmones. Casi todos estuvieron de acuerdo en intentar ver a los plantígrados en esa actitud tan típica en ellos, hasta que se enteraron de que la gracia podía incrementar nuestros gastos en otros ¡¡¡MIL EUROS!!! (léase como si lo cantara un niño de San Ildefonso)

Después del susto inicial, solo el otro loco del grupo estaba convencido de ir en busca de los adorables osos conmigo, costara lo que costara. La cosa no fue sencilla, pues a pesar de ponernos a ello casi desde el primer día para intentar la visita a dos semanas vista, no encontrábamos a nadie con plazas disponibles para llevarnos. Los lugares de avistamiento se encuentran alejados de las zonas habitadas, por lo que no queda otro remedio que contratar una especie de excursión que cuesta un ojo de la cara. El viaje consiste en alquilar un hidroavión, con su piloto por descontado, y dirigirse a una de las zonas donde los osos se dedican a pescar salmones, normalmente a un par de horas de vuelo e incluso más, aterrizar (o mejor dicho “alaguizar” (Esta palabra no existe, lo correcto es decir acuatizar o amerizar si es en el mar) e ir en busca de ellos. Por más que buscábamos, todos y cada uno de los tours que ofertaban las agencias on-line estaban completos, los más caros y disparatados los primeros en agotarse. Empezábamos a perder la esperanza de ver a los peludos y por otro lado teníamos el consuelo del ahorro que eso nos supondría, un dinero que no nos haría ser más ricos pero si un poco menos pobres, aunque yo sabía por experiencia que lo iba a lamentar el resto de mis días.

Las jornadas posteriores continuamos con la ruta por las tierras indómitas de Alaska. Los paisajes eran increíblemente bellos y casi cada día nos parábamos a dormir a la orilla de un lago solitario, a la vera de un río salvaje, a los pies de una montaña con su glaciar correspondiente e incluso, algunas veces, en escenarios que combinaban todos los paisajes anteriormente descritos en uno. El mero hecho de circular por las estrechas carreteras y los maltrechos caminos de grava era una maravilla para los sentidos, aunque la caravana parecía desmontarse debido a tanta vibración, y de hecho lo hizo en parte. Ahora una águila calva volando, después un enorme alce en medio de un río o puede que incluso en el medio de la carretera, con el peligro que eso representaba para el propio alce y para nosotros. Era inquietante ver las señales que informaban del peligro por la presencia de estos animales en la calzada con el número impreso de los que habían muerto atropellados desde primeros de mes, número que cada día crecía de una manera alarmante. Lo que no ponía por ningún sitio eran las bajas humanas derivadas de los mismos percances, que aunque seguro que eran menores alguna tenía que haber. Atropellar un ciervo del tamaño de un percherón no sale gratis en la mayoría de las ocasiones, aunque los enormes todoterrenos que gustan de conducir los alaskeños seguro que tenían algo que ver en la diferencia entre unas y otras defunciones. Mucho bicho pero ni un solo oso, al final ni los íbamos a ver pagando ni gratis.

Hermoso zorro que se cruzó en el camino.


Sin ninguna duda los animales más numerosos por esas fechas en el lugar y por aclamación popular el más molesto eran los mosquitos, que a miles te mordían a la menor oportunidad que les dabas, traspasando la ropa, el pelo (en mi caso tarea sencilla) y cualquier cosa que se interpusiera entre nuestra tierna piel y la dura trompa con la que nos succionaban la sangre. Entre todas estas vicisitudes seguíamos, cuando la cobertura nos lo permitía, buscando la forma de ver osos. Tarea imposible. De repente un día nos dio por ojear un papel de publicidad que habíamos recogido junto con otros pocos en la oficina de alquiler de la autocaravana, bajo la atenta mirada de un Donald Trump de cartón que nos observaba con su característica mueca burlona. Iba a ser a la antigua usanza como conseguiríamos el contacto de Ellison, un piloto con una empresa familiar y una pequeña avioneta de 5 plazas, en realidad un hidroavión.

Después de varios tiras y aflojas intentando regatear se me ocurrió intentar llenar la aeronave para que nos saliera más barata la excursión, pues el precio era de unos 2800 dólares a dividir entre los viajeros que se subieran a ella, en este caso solo dos. Ya no eran ¡ MIL EUROS! ¡Eran 1400! una barbaridad. Como solo conocía tres personas en Alaska y una de ellas ya estaba convencida de hacer tal desembolso, la misión era tratar de vender las bondades de ver osos en libertad a mis otras dos compañeras, convencerlas y ahorrarnos unos dineros de paso. Y lo conseguimos. De repente, éramos 4 tarados, por lo que nos tiramos el órdago, y en comunicación con Ellison le dijimos que nos hiciera precio como si llenáramos el avión y que si luego él encontraba por su cuenta otro viajero más, mejor para su economía.

- Ellison. -Le dijimos.

- No pagaremos más de 550 Dólares y somos 4.

- Es una buena oferta, no la puedes rechazar.

A lo que nos contestó un par de días después:

-Ok.

¡Ya teníamos vuelo directo para buscar a nuestros osos!

Hay varias especies de osos en Alaska: el Negro, de tamaño pequeño y el más abundante, al cual ya habíamos tenido la suerte de ver, en la subida al glaciar Exit a las afueras de Seward unos pocos días antes del viaje contratado. Cuando me disponía a sacar una foto a mi compañero y amigo Igor con la masa de hielo de fondo, de repente observé un ejemplar a su espalda caminando despreocupadamente. Imaginaros la cara que puso mi colega cuando se lo dije, una cara como de:

-Venga hombre déjate de coñas.

Sólo me creyó cuando se dio la vuelta y lo vio con sus propios ojos a unos cien metros.

La segunda especie más abundante son los grizzlies, que es el nombre con el que se denomina a los osos pardos por la zona, que serían los que veríamos nosotros si no nos fallaba la suerte en la península de Katmai.

Luego están los llamados Kodiak, un enorme oso pardo considerado como una especie diferente debido a su aislamiento y posterior evolución en la isla que le da nombre. Son considerablemente más grandes que los Grizzlies debido a su rica alimentación por la abundancia de pescado y marisco en la zona que habitan.

Por último, y muy al norte, hay ejemplares de oso polar.

Glaciar Exit. ¿Ves el oso negro?


En caso de encuentro con un oso las instrucciones son claras dependiendo de la especie. Si es pardo nunca correr y levantar los brazos haciendo ruido para parecer más grande y feroz (acojonar al oso básicamente) aunque si se te planta delante un Grizzlie de más de dos metros a cuatro patas o el más grande aún Kodiak difícil lo tendrás. Si es negro se recomienda todo lo contrario, pues esos pequeñajos cabroncetes atacan ya seas grande o pequeño, y de hecho son los que más accidentes causan, por lo que mejor es escapar pero sin trepar, pues son magníficos escaladores y lo único que conseguirás será caer despiezado del pico de un abeto. Por último si te encuentras con un oso polar date por comido.

En realidad los ataque son escasos y los habitantes de Alaska saben muy bien como actuar, ya sea con un spray de gas pimienta o con un rifle. Lo de echar gas a los ojos de un oso a un par de metros de distancia cuando este se pone de pie no acabo de verlo de todas formas.

Aunque parezca increíble son los alces los animales salvajes más peligrosos de la zona, por su tamaño y su agresividad tipo toro de lidia. En conversación con una operaria de obra pública en pleno corte de carretera, nos enteramos, entre otras cosas, que su yerno hacía unos días había tenido que quitar la vida a un alce que le embistió cuando daba un paseo junto a su mujer e hijo. Con mucho pesar y después de dar tiros al aire no le quedó otra que abatirlo.

-Suerte que mi yerno acostumbra a salir a pasear con su arma. -Nos dijo mientras sujetaba la señal de stop en su mano derecha.

La verdad, no tengo constancia de la existencia de ningún spray repelente de alces, que de existir debería de estar equipado de mira telescópica, pues en caso necesario hay que atinar en unos pequeños ojillos enmarcados entre unas cornamentas de tres metros de envergadura a más de dos metros de altura.

La palabra aeropuerto (por lo de puerto) se me antoja muy acertada para describir el aparcamiento de los hidroaviones en un lago en Anchorage. Al lado del aeródromo comercial una pequeña masa de agua hace las veces de pista de aterrizaje y despegue de los frágiles hidroaviones, que se encuentran amarrados en sus orillas cada uno en su pequeño muelle. La familia Ellison poseía un solo aparato y una pequeña caseta de madera que hacía las veces de terminal y oficina, todo ello adornado con un bonito Golden Retriever canela que daba la bienvenida a los clientes con un imperceptible movimiento de cola mientras dormitaba en su colchón.

En un abrir y cerrar de ojos y después de las presentaciones con la amable señora Ellison y las escuetas explicaciones del piloto, su taciturno marido, comenzamos a movernos. Despegar desde el agua es algo curioso y tan ruidoso que de no ser por los auriculares sería un suplicio, pero en lugar de eso se convirtió en una acción muy excitante. Los paisajes desde la pequeña ventanita eran espectaculares. En nuestro frente la península de Katmai, donde se encontraba nuestro destino, al norte se divisaba el pico McKinley o Denali y debajo de nuestros traseros la ensenada de Cook, desembocadura de grandes masas de agua dulce y grisácea en la que destacaban los niveos cuerpos de las ballenas belugas y los de las focas, dormitando estas en los pequeños bancos de arena.

Vistas desde el hidroavión.


El entorno era grandioso, lagos, meandros, praderas, bosques y a los 90 minutos al fin nuestro destino, el lago Redoubt. El aterrizaje no fue tan cordial como el despegue, el reducido tamaño del lago encastrado entre montañas hacia necesaria una maniobra poco menos que temeraria para poder posarse en el agua, aunque por un momento pareció que en lugar de eso íbamos a clavarnos en ella. El señor Ellison, parco en palabras, nos indicó que nos quedáramos a bordo mientras él bajaba a la orilla para ,con el agua por la cintura, asegurar el avión y acercar una pequeña barca de chapa que sería desde donde observaríamos a los osos.

A los pocos minutos ya navegábamos bajo la lluvia por las calmadas aguas lacustres hasta la desembocadura de un pequeño arroyo, donde los salmones en su afán por alcanzar el punto más alto del curso de agua que los vio nacer, se agolpaban en un intenso frenesí para intentar remontar el riachuelo y dejar su simiente con el fin perpetuar su genética y la de su propia especie de paso. Y era en ese mismo punto donde los osos y algunos humanos se aprovechaban de la ceguera de los pescados, los unos para zampárselos y los otros para pescarlos y seguramente ni comérselos.

Estábamos mojados, hacía frio y lo que era peor, no se veía ni un solo oso. Un puñado de barcas esperaba como nosotros por la llegada de las criaturas, mientras otras pocas se dedicaban a la pesca del salmón, actividad muy productiva pues casi de cada tirada de señuelo engañaban a una enorme pieza. No podía más que preguntarme para que demonios querían tantos y tantos peces.

Los nervios se hacían notar después de una hora de espera bajo la lluvia, ya habíamos gastado la mitad del tiempo pactado y no había señales de un solo oso. ¿Íbamos a malgastar nuestro dinero para nada? En algún momento mi cabeza comenzó a hacerse a la idea de que nos iríamos sin recompensa y a pensar en que el solo hecho de estar allí ya valía la pena, era como una preparación para el fiasco que nos íbamos a llevar, para que no viniera de golpe, cuando de repente aparecieron.

Una osa bajó hasta la orilla recelosa por la cercanía de los insaciables pescadores que continuaban extrayendo salmones sin ton ni son. Echó un vistazo, giro la cabeza y seguramente hizo algún tipo de señal imperceptible para los humanos que la observaban, pero no así para los tres oseznos que de repente salieron de entre los arbustos acudiendo raudos al lado de su mamá. En ese momento el corazón nos dio un vuelco a todos los presentes que murmurábamos exclamaciones de admiración ante la maravillosa estampa que estábamos contemplando, a todos menos a los pescaderos que ni tan siquiera miraban para los hermosos animales seguramente cansados ya de observarlos una y otra vez durante sus jornadas de pesca.

Nuestra osa con oseznos.


Mamá osa metía la cabeza debajo del agua en busca de peces o de restos de estos, ante lo cual todos queríamos obtener buenas fotos del momento, pero los esquiladores de salmones tenían las mejores posiciones en aquel lugar tan reducido. Entre los observadores turistas se hacía un turno de rotación continua para que las tres barcas presentes pudiéramos estar cerca de la escena (a un par de metros) pero entre nuestros vecinos de lago no había intención alguna de mover ni un metro la proa de la embarcación. En un determinado momento Ellison entró en cólera, y todo lo que se había callado desde el momento en que lo habíamos conocido lo soltó a modo de arenga contra los malditos pescadores que ocupaban las mejores posiciones sin intención de moverse ni un milímetro, sin tan siquiera mirar a los osos, haciendo ruido y acabando con el alimento de nuestro queridos osetes a la vez que impidiendo a los pobres salmones procrear y asegurarse una descendencia. Decenas, quizás centenas de salmones pescados y no se saciaban, al tiempo que impedían cumplir la norma de buena vecindad con los lancheros que se ganaban la vida enseñando los osos a los forasteros. Deseé con toda mis fuerzas su zozobra y que fueran devorados, cosa que no ocurrió por desgracia. Lo que sí sucedió fue que justo cuando nos tocaba acercarnos a la orilla los cuatro osos huyeron repentinamente sin hacer caso a nuestros ruegos y a nuestros lamentos. ¿Qué demonios había sucedido?

La respuesta la tuvimos a los pocos segundos, un enorme macho emergió entre la espesura. Mamá osa había optado por la espantada para proteger a su prole de los siempre amenazantes machos solitarios, que no dudan ni un segundo en ejercer el infanticidio con el fin de poder poseer a la madre y preñarla de sus propios hijos.

Macho adulto solitario.


Los movimientos de los animales siempre eran los mismos, bajaban por el cauce casi seco del arroyo de los salmones y recorrían la orilla derecha del lago en busca de peces, a veces por tierra y otros nadando o semihundidos, buscando el preciado alimento. Gracias a eso pudimos observar detenidamente al enorme macho oscuro y poco después a un ejemplar más joven y claro durante la hora que nos quedaba de visita y otra media que el bueno de Ellison decidió regalarnos. Sencillamente espectacular.

Macho joven.


Los dineros gastados fueron una inversión de las más rentables de mi vida, y a pesar del frío y del mareo en el viaje de vuelta, la posibilidad de ser testigo del día a día de los osos a escasa distancia, unido a la aventura de volar en un hidroavión disfrutando de los paisajes, mereció sin lugar a dudas la pena.

Oso nadando.

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