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FERRADILLO DEL SUR. En busca de las antípodas.


En esos momentos no teníamos claro el tipo de persona que podría ser Karl Perkins, ni tan siquiera sabíamos que se llamaba así o si en ese lugar que estábamos allanando encontraríamos a alguien. Simplemente no conocíamos de su existencia. En mi interior luchaban las ganas de aventura contra la prudencia. Por un lado estaba deseando que el dueño de la granja no se encontrara en casa, y por otro rezaba con todas mis fuerzas para que estuviera allí, movido por ese sentimiento que a pesar de ser el culpable de la muerte de tantos y tantos gatos, nos sigue empujando a los humanos a cometer acciones muchas veces absurdas: La curiosidad.


-¿Quieres que entremos e intentemos buscar al dueño? -Me había preguntado Susan.

A lo que yo respondí sin dudarlo que sí.

Supongo que se había dado cuenta de la importancia que ese lugar perdido de la mano de Dios tenía para mí.

Ana caminaba a nuestra vera ignorante del peligro, como siempre hace. Mientras, Lety e Igor lo hacían unas decenas de metros por detrás prestos a escapar corriendo hacia el vehículo si la cosa se ponía fea.


-¡Deberíamos haberlo dejado abierto y de cara al camino de salida! -Pensaba yo en ese momento.

-Y si fuera en marcha y con Igor al volante mucho mejor.


La granja era una suerte de cobertizos desvencijados que se veía claramente que habían vivido tiempos mejores. Aún a pesar del día soleado su aspecto era un poco tétrico.

¿Por qué había un congelador enorme funcionando y escondido en la parte de atrás de la estructura principal?

Todos los crímenes sin resolver del siglo XX y parte de los del IX podrían tener respuesta dentro de esa enorme cámara frigorífica, en la que ya me veía colgado de un gancho y abierto en canal junto con el resto de mis colegas.

Una vez bordeado el granero, o lo que quiera que fuese el edificio granate, pudimos ver una pequeña casa de madera al estilo de las típicas viviendas americanas de la América profunda, de esas que habita un viejo desdentado que toca el banjo y donde todos sabemos que detrás de la puerta de entrada en vez de encontrarse el perchero se encuentra el armero.

-Hellooooo.

-¿Hay alguien?

-Hellooooo.

A pesar de que una radio sonaba nadie respondió desde el interior de la paupérrima vivienda a nuestras llamadas, por lo que ya nos estábamos haciendo a la idea, no sin cierto alivio, de que nadie nos iba a recibir. Cuando ya comenzábamos a girar sobre nuestros pasos y de repente, un vehículo todo terreno se acercó hacia nosotros a toda velocidad y de su interior salió un hombre enorme acompañado de tres perros pastores, mientras que por la puerta de la vivienda asomaba otro, no más pequeño, con una gran cabeza redonda mostrando su sonrisa burlona y carente de la mitad de los dientes de la mandíbula superior. La suerte estaba echada.


Desde aquel noviembre del año 2018 en el que había visto a varios turistas hacerse una foto con el número siete en un cartel o enseñando a la cámara siete dedos, había decidido que mi siguiente viaje sería a Nueva Zelanda, o quizá a Australia. Aún no lo tenía claro. Me encontraba en pleno éxtasis de hielo visitando la Antártida y a diario podía observar a varios compañeros de navío tomarse fotos indicando que ese era el séptimo y último continente que lograban pisar. Como es normal, el inhóspito gigante blanco suele ser el último de todos en visitarse, por lo que mis colegas de viaje no ocultaban su felicidad por haber conseguido semejante reto, culminándolo en el lugar más lejano y caro de todos. Yo por delante llevaba precisamente eso, que ya estaba conociendo el más complicado y solo me faltaría viajar al otro lado del planeta para poder hacerme la foto con el cartelito del siete cardinal y así poder posturear de semejante epopeya. Pero la cosa no iba a ser para nada sencilla. Cinco años después de ese momento, aún no lo había conseguido.

Los vuelos no son precisamente baratos a ningún lugar de Oceanía, hay que ir en nuestro invierno y me costaba encontrar el momento. Por si fuera poco la COVID hizo acto de presencia y tanto Australia como Nueva Zelanda actuaron celosamente contra los forasteros que pudieran llevarles el virus a sus idílicos países, sin querer reconocer que ya lo tenían entre ellos desde hacía meses. El caso es que aplicando unas medidas ultra restrictivas se hizo imposible visitar esos dos lugares durante casi tres años. Mientras, en mi cabecita me debatía entre cual de los dos países conocer primero. Por un lado me llamaba sobre manera Australia, por ser tan diferente a lo que ya conocía del resto del mundo, por poseer una fauna única y que se puede observar con facilidad, por contar con infinitos paisajes y un salvajismo que ya no es fácil de encontrar. Por otro estaba la siempre deseada Nueva Zelanda, con sus verdes paisajes, sus montañas, glaciares, sus Hobbits, la tierra media, sus juegos de tronos y ese aura de misterio que este país siempre tiene. Pero lo que me hizo inclinar la balanza fue que quería visitar un lugar en concreto, para mí un sitio único que hacía años ya había señalado en el mapa. Tenía sacar la foto del séptimo continente en la granja de Karl.


No es fácil llegar desde España a Auckland, más que difícil es incómodo, pues casi nadie se muere por ir sentado en un asiento unas cuantas horas, 25 en concreto, y todo el que se lo pueda permitir en tiempo y dinero puede hacerlo. Vamos que no es como subir al Annapurna. Lo que no hay duda es que físicamente se hace pesado.


-Autobús Ponferrada-Madrid 5 horas.


-Deambular por Madrid 4 horas.


-Metro y espera en Barajas 4 horas.


-Vuelo Shanghái 12 horas.


-Escala 6 horas.


-Vuelo Shanghái- Aucklan 13,5 horas.


-Escala Aucklan 4 horas.


-Vuelo Chrischurch 1,5 horas


Total……………………. Un porrón de horas.


Dos días después durmiendo malamente, comiendo malamente y oliendo malamente, estábamos en nuestro destino.


Como supongo que muchos sabréis, Nueva Zelanda está formada por dos islas principales: la norte y la sur, llamadas así por razones obvias. La norte está más humanizada pues las condiciones de habitabilidad son mejores, y la sur es más salvaje, aunque no tanto como me había imaginado en los años en los que mi mente se había hecho una imagen de cómo podría ser ese lugar tan remoto.

Hay muchas formas de visitar este hermoso país, pero nosotros habíamos elegido una de las más populares: la auto caravana, que a pesar de su elevado precio te otorga la libertad de no tener que seguir una ruta establecida con meses de antelación, pudiendo disfrutar de un viaje menos encorsetado y con la improvisación por bandera, para lo bueno y para lo malo.

Y ahora os preguntaréis:


¿Por qué volaron de una isla a otra en vez de recoger el vehículo en el norte?


Las respuestas son dos: Para ahorrar tiempo y para ahorrar dinero.

Lo del tiempo es sencillo de entender, pues un viaje lineal es más corto que uno circular. En cuanto al dinero el ahorro viene dado por no tener que cruzar el estrecho de Cook en ferry dos veces. Lo de ir de sur a norte también resulta más económico que a la inversa, pues es el recorrido que suele realizar menos gente y está primado para ayudar a evacuar los cientos de vehículos de alquiler que de otra forma se quedarían atascados en el lejano sur. Pues con todo esto comenzamos el viaje.


-¡Joder! -Exclamaba Igor.


- O la carretera es muy estrecha o la caravana muy ancha.


Mi amigo había sido el más valiente a la hora de ser el primero en probar suerte conduciendo por la izquierda con un vehículo de grandes dimensiones. Ya teníamos cierta experiencia en manejar por el carril contrario, pero con ese armatroste se hacía complicado. En mi caso el cambio automático solo hacia que complicar aún más la cosa. Todo el que lo haya probado sabe que el peligro de pisar el freno con el pie izquierdo confundiéndolo con el embrague es real.

Los meses posteriores habíamos hecho una lista de lugares que visitar en todo el país; una amalgama de sitios con diferentes atractivos. En mi caso la fauna y la naturaleza son siempre factores a tener en cuenta para planificar una ruta y en Nueva Zelanda de eso hay bastante. Con unos 100 posibles destinos que visitar apuntados en un papel llegó como siempre la parte más difícil, unirlos y encajarlos en los días de los que se disponen, en este caso quince. Partimos por lo tanto desde Christchurch hacia el sur con la intención de bordear la isla bajando por una costa y subiendo por la otra de camino hacia la isla Norte. No obstante la cosa no era tan sencilla, pues en el interior se encuentran los salvajes Alpes del sur con el icónico monte Cook como estandarte, que es visita obligada. Por lo tanto a los pocos kilómetros abandonamos la compañía del mar y giramos hacia el interior en busca de las montañas.

Mientras Igor conducía el paisaje iba pasando por delante de nuestros ojos, al principio tierras de cultivo, verdes prados, colinas redondeadas y demás accidentes geográficos que hacían que nos sintiéramos como en casa, pues se parecía tanto el entorno a Euskadi, Galicia o Asturias, que para nada nos estaba impresionando a pesar de su belleza. Pero la cosa pronto cambió.

El interior de la isla sur de Nueva Zelanda está cruzado por un sistema montañoso como si del espinazo de esta se tratara. Al norte menos abrupto y al sur con unas montañas que bien podrían estar en Suiza o Austria, de ahí su nombre: los Alpes del Sur. Es tan escarpado el terreno que en esa parte de la isla se hace imposible cruzar los pocos kilómetros que separan una costa de la otra, haciéndose necesario seguir camino hacia el sur donde las montañas pierden altura y permiten ser atravesadas ya en la punta insular.

Paisaje Neozelandés.


El azul de las aguas del lago Tekapo era simplemente irreal. Un azul tan azulado no lo había visto en ninguna parte del mundo, ni en mares tropicales, ni en ríos o lagos glaciares. Era realmente impresionante. Las aguas de la cadena montañosa desaguan en una serie de pequeñas y grandes masas lacustres cada cual más bonita creando un sistema hidrográfico inmenso. ¿Podría superar algo en belleza a esa agua tan azul? Pues superar posiblemente no, pero incrementar su hermosura doy fe de que es posible. Es bastante común un tipo de flor que florece a orillas de lagos y zonas húmedas en primavera y verano, según las aguas se van retirando a causa del estiaje: los Lupines o Altramuces. Para los que no los conocéis se trata de una flores alargadas que poseen diferentes tonos, pudiendo ser moradas, azules o amarillas y creciendo a modo de tamiz que no deja ver el suelo a un altura de varias decenas de centímetros. La alfombra multicolor es exageradamente vistosa y combinada con el fondo azul de las aguas turquesas crean una postal que parece irreal.


Altramuces y el Lago Tekapo de fondo.


-Perdona amigo, ¿Se puede acampar aquí? -Le preguntamos a un atractivo joven que sentado al lado de su furgoneta camper se disponía a pasar la noche en las inmediaciones del lago.


-¿Hay alguna señal que lo prohíba? -Respondió sin más.


-Pues eso.


Fue en ese momento cuando descubrimos que los vehículos denominados self contained ( con water químico y recogida de aguas sucias) pueden pernoctar en cualquier lugar a menos que haya una señal expresa que lo diga o te encuentres en un parque natural, lo que nos abría a priori un mundo de posibilidades.

Alfonso llevaba varias semanas por las islas y algunas más por Australia y saltaba a la vista que estaba ansioso por charlar en su idioma materno con algún compatriota. Si por algo me decidí a estudiar inglés en su día fue para poder charlar con las gentes del mundo y conocer de sus vidas y sus historias. Lamentablemente nunca he logrado tener soltura suficiente conversando como para filosofar o tener una conversación distendida en la lengua de Shakespeare, pero ese día no me hacía falta. Una cerveza artesana de lata y el ansia de Alfonso por interactuar fue suficiente para pasar un rato agradable. Habíamos caminado unas horas hasta el lago de desagüe del glaciar del Monte Cook, la montaña más alta del país, y había merecido la pena, pero nuestro compatriota tenía numerosos consejos que darnos para los próximos días y el precio no era demasiado elevado, solo una cerveza.


-Habéis empezado fuerte el viaje.


- Este lugar es de lo más bonito que podréis ver en los días que paséis en Nueva Zelanda. -Nos dijo.


Después de numerosos consejos y de ponernos al día de nuestras vidas, nos convenció para volar en helicóptero al día siguiente y así poder observar desde el cielo el glaciar del monte Cook y el glaciar Tasmania, en un ejercicio tan emocionante como poco sostenible ecológicamente, y tan estrambótico como caro, unos 300 €.

Tras bastantes años viajando, he llegado a la conclusión de que por ahorrar algo de dinero no debes dejar de hacer algo que no vas a poder realizar nunca más. Ya me había arrepentido de no montar en helicóptero otras veces y tenía decidido hacerlo en cuanto pudiera y ahí se estaba presentando mi oportunidad, no podía dejar que pasara. Aunque no era tan sencillo como pudiera parecer.

Quedamos con Alfonso para intentar al día siguiente sobrevolar los Alpes del sur en una empresa cercana que se dedicaba a esa actividad, aunque ya nos había avisado que él lo había intentado dos veces del otro lado de la cordillera y el mal tiempo se lo había impedido, pero ese día y al siguiente el sol brillaba de una forma que no era la habitual por esos lares, por lo que teníamos casi asegurado el vuelo. Casi.

Finalmente no fueron uno ,ni dos, ni tres los intentos, sino cuatro contando el fallido con Alfonso, los necesarios para poder volar. Días antes nos habíamos despedido de él, cuando el viento nos impidió despegar, pasándonos los teléfonos prometiéndonos mutuamente y a nosotros mismos que estaríamos en contacto, cosa que como suele suceder no pasó.


Una sirena sonó en plena noche. Estábamos acampando a la orilla del rio en una zona prohibida (por eso de ahorrarnos unos cuartos) en la pequeña población de Franz Josefh nacida y crecida a la vera y a la sombra del glaciar del mismo nombre, el cual le da todo a esas cuatro casas en época estival. Nos habíamos ido a la cama nerviosos, pues si el tiempo nos respetaba (otra vez) volaríamos hasta el monte Cook desde la vertiente contraria a la del intento con Alfonso.


-¿Pero que es esa sirena? -Clamó Igor en voz alta.


Todos la habíamos escuchado, pero algunos aún tardamos un rato en diferenciar si era real o parte de un sueño. Otros no le hicieron ni caso, como si se tratara de la bocina del colegio, aún a pesar que sonaba como la alerta antiaérea de cualquier guerra contemporánea.


-Hay que moverse, estamos al lado del río, no parece seguro.


Como es lógico lo primero que pensamos fue en un terremoto que ya tendría que haber sucedido. En esos segundos nos dio tiempo a imaginar el derrumbe del glaciar que traería río abajo una mezcla de lodo, piedras y hielo que sin duda nos mataría. Pensar en que una enorme ola subiría por el Río procedente del mar y nos iba a engullir, en un deslizamiento de la ladera de la montaña que se levantaba majestuosa y amenazante sobre nosotros. En realidad no había donde escapar, pero de morir preferíamos hacerlo junto con los demás habitantes del pequeño pueblo tragados por la montaña que ser barridos por agua y lodo. En pijama arrancamos y nos encaminamos hacia la pequeña urbe donde algunas personas paseaban con sus trajes de cama sin saber lo que realmente sucedía. Por más que preguntamos a los asustados noctámbulos nadie sabía lo que podía ocurrir, pero estaba claro que algo sucedía. Montados en la caravana esperando a la muerte chequeamos por el móvil en busca de la respuesta al misterio.

Lo único que pudimos encontrar fueron un par de referencias en páginas locales de la ancestral costumbre de llamar a bomberos y voluntarios por el método de la sirena de madrugada ante cualquier emergencia, sea cual sea.


-¡Habrá un gato en un árbol! -Sentenció Susan aún adormilada en tono de burla.


Había niebla, pero algunos helicópteros se habían elevado camino del monte Cook, por lo que éramos optimistas. Los nervios se hacían sentir en forma de hormigueo en la tripa ante la inminencia del vuelo. Aunque no habíamos dormido casi por el tema del rescate del gato para nada teníamos sueño, máxime cuando una vigilante nos había intentado multar en un par de ocasiones por pernoctar en la ciudad, lo cual no era cierto, solo nos habíamos desplazado a ella de madrugada huyendo de un peligro que al final no resultó ser.


-No, no no. – No hemos dormido aquí.


-¿Y donde dormisteis?. -Preguntó la señorita Rottenmeier.


- Está prohibido dormir en todo el parque natural.


Le explicamos que habíamos dormido en la carretera, cosa que no es legal, pero como esta es muy larga y ella no tenía jurisdicción para multar en ella, nos sirvió para eludir la multa de 400 dólares neozelandeses que no pudieron evitar nuestros vecinos de al lado que dormían plácidamente ajenos a sirenas, gatos y vigilantes amargadas.

Lo que no le dijimos es que habíamos pernoctado al lado del río y nos habíamos pirado por miedo a ser engullidos por los lodos de un glaciar derrumbándose. Cosa que nos sirvió para eludir la multa, pues ese lugar se hizo visible desde el pueblo nada más amanecer, lo que no parecía posible cuando al amparo de la noche, acampados, creíamos estar ocultos de los ojos de los vigilantes.


-Se que habéis dormido en el pueblo. -Repitió mientras se iba.


A lo que yo contestaba que le prometía que no, mintiendo en mi más que defectuoso inglés.


-Lo siento amigos, no va a salir el helicóptero. Las condiciones han empeorado.


Esas fueron las palabras que nos repitieron hasta dos veces en sendas compañías de vuelos panorámicos en las cuales habíamos reservado.

No quedaba más remedio que seguir camino, aunque no estaba todo perdido.

De pura casualidad encontramos a la última empresa del último pueblo que parecía que sí que volaba. Un hijo como piloto y un padre cobrando era todo lo necesario para tener un negocio de vuelos panorámicos, en medio de la nada y al lado del río más azul que jamás había contemplado. Eso y la aeronave, por descontado.

Vistas desde el helicóptero.

Estar posado en el glaciar Tasmania y sobrevolar el monte Cook, habían conseguido que las piernas me temblasen durante unas horas. Pero mi nerviosismo era aún mayor pues en dos días tenía que pensar en como llegar al lugar donde comenzó este relato, al lugar donde un par de extraños nos estaban abordando al poco de invadir su granja en medio de la nada.


Los segundos que tardó Karl en bajar del todo terreno parecieron días.


-A ver cómo le explico ahora yo a este tío lo que hacemos aquí. -Me dijo Susan al oído.


Mi amiga se acercó segura de si misma, al menos en apariencia, y se dispuso a contarle la historia de un tipo que hacía cinco años había clavado una chincheta en un mapa justo encima de su hogar, y que ahora se encontraba ahí, delante de sus narices colándose sin permiso.

Susan es inglesa, por lo que lo del idioma no era problema, pero tiene una cualidad aún más importante que la de poder comunicarse a la perfección en inglés. Ella tiene una gracia y un desparpajo a priori poco común en los británicos.


-Heloooooo, it’s Susan, from Spain.


-A ver, por donde empiezo. -Farfulló la inglesa sin perder su bonita sonrisa de la cara mientras se acercaba al granjero gigante.


Los ojos de Karl pasaron en pocos segundos de entornados, a casi salirse de sus órbitas, y la mueca de su boca de unos labios apretados a una media sonrisa que pronto se convirtió en sonrisa entera.


-Good morning Sir.


-Pues mira le cuento:

Este tío que tengo aquí a mi lado es un tanto extraño. Lo cierto es que venimos todos de España para conocer su país, que por cierto nos está encantando, y va y de repente nos cuenta que la ilusión de su vida es venir hasta su granja y allanarla, así, como quien no quiere la cosa. El caso es que el chaval llevaba tiempo queriendo pisar este punto, y nos ha hecho cruzar toda la isla por unas carreteras infernales para poder hacerlo. Yo también pienso que es una gilipollez, pero espere, que le explico mejor y quizás así lo entendamos todos. El hombre este es de una pequeña ciudad llamada Ponferrada, en el norte del país. La cosa es que su madre por parte de abuela es de un pueblo cercano, el cual se llama Ferradillo, y resulta que si usted pudiera hacer un agujero en el suelo y atravesar el planeta, saldría en el salón de una casa propiedad de su familia. Vamos que estamos justo debajo de ellos, en las Antípodas. O puede que encima, según se mire.

Debió de ser en ese momento de esta conversación inventada (pues no escuche o no recuerdo lo que exactamente Susan le dijo a karl) cuando el grandullón sonrió.

Corrí presto entonces a enseñarle una foto de mi querido Ferradillo señalando como un tonto a mis pies y haciendo que saludaba a mi madre, que del otro lado del mundo estaría desayunando mientras leía alguna novela ajena a toda esta historia.

Mi casa en North Ferradillo.


La granja de Karl en South Ferradillo.


-¿Queréis que os enseñe la granja? -Dijo de repente nuestro nuevo colega.


A lo que respondimos que siiiiiiii. Entonces Karl fue por otro vehículo y repartidos entre los asientos y la caja de la pick up comenzamos una visita guiada por un inmenso territorio de 1500 hectáreas dedicadas en su mayoría a la ganadería de ovejas, pero también a la cría de ganado vacuno, a la producción de miel y a una actividad que nos resultó un tanto extraña y que vino a dar una respuesta al porqué había tantos y tantos ciervos en semilibertad en esa zona del país.

¿Y todo esto para que a los coreanos se les ponga d✓π∆?


Desde lo alto de un cerro nos contaba orgulloso el granjero todo lo relacionado con su propiedad, que se extendía hasta donde alcanzaba la vista, en un paisaje bastante parecido al de la otra punta del mundo.

Unos cuantos minutos más tarde nos encontrábamos en su hermosa casa tomando una cerveza en la terraza con su mujer y una de las tres hijas, que se encontraban en el hogar en esas fechas. Nos contó su mujer que la vida en Ferradillo del Sur para nada es fácil. La casa de planta baja estilo americano era una auténtica maravilla. Construida sin duda con el trabajo de muchos años y el dinero ahorrado en su etapa de jugador de rugby en Inglaterra, donde jugó de profesional algunos años en esa disciplina tan popular en la Commonwealth. Ahora me explico porque era tan grande el tío. Lo que a priori parecía un paraíso resultaba ser en realidad una cárcel de oro, pues el lugar estaba por decirlo así de una forma coloquial: “En el culo del mundo”. El asentamiento más grande distinto a una granja es kaikura, un bonito pueblo de unos 2500 habitantes donde los hijos de la pareja fueron al colegio internados durante sus primeros años de vida, para luego mudarse a Christchurch de adolescentes, unos cientos de kilómetros más al sur. No obstante la familia parecía feliz y el lugar era una especie de paraíso en la tierra en ese día soleado.


La casa de Karl.


Nos estuvimos poniendo un poco al día de nuestras vidas. Que a que nos dedicábamos, si teníamos familia, de cómo nos habíamos conocido y un largo etcétera. Era tan amena la conversación que por un momento pensé que nos iban a invitar a comer, pero no fue así. En lugar de eso nos regaló un bote de miel de sus abejas a cada uno de nosotros y nos acompañó a ver una zona de su granja a la que le tenía un especial cariño. La de los ciervos.

Nos despedimos de la pequeña mujer de Karl y este nos condujo hasta una planicie para enseñarnos a sus sementales de venado.

Estaba ya más que claro que el negocio familiar estaba muy diversificado. Tenía ovejas, abejas, algunas vacas, y cultivos en su mayoría para alimentar a estos y a los venados. Puede que incluso poseyera algunas alpacas.

Existen tres formas de rentabilizar la cría de ciervos por esos lugares. La carne, la caza y el tema sexual asiático. De las tres Karl se dedicaba a las dos últimas, por lo que solamente criaba machos, machos con grandes cornamentas destinados a ser abatidos por cazadores ricachones llegados de todas las partes del mundo, que por unos 10 mil o 20 mil dólares podían hacerse con un trofeo de los buenos. Todo lo bueno que pueda ser la cabeza de un bicho muerto colgada de una pared. Para eso dedicaba unos diez animales al año, los cuales seleccionaba de entre todos los machos que criaba para el otro menester, el de la libido de los asiáticos.

Por todos es sabido que es común en la cultura asiática el tema de tomar productos raros para potenciar el vigor sexual. Ahora un cuerno de rinoceronte, ahora unos polvos de huesos de tigre, crema de testículo de leopardo de las nieves, pelo del sobaco de un oso polar, cuerno de unicornio mezclado con los entresijos de un koala….. todo aderezado con un buen filete de ballena azul y una sopa de aleta de tiburón. Pues entre esas ridículas recetas elaboradas con animales en peligro de extinción, se encontraba una cocinada a base de los cuernos de los ciervos de Karl.

¿Matar bonitos venados y amputarles el cuerno para que a un asiático se le levante....?

Por suerte la cosa no era así. La realidad es que en la época apropiada los cérvidos desarrollan una cornamenta que en un principio está cubierta de un pelo finísimo parecido al terciopelo. Ese suave pelo es el que se usa para el tema de la funcionalidad del pene de los coreanos. Los animales generan una cornamenta nueva cada año, por eso de la hombría, con la que pelearán con los otros machos por ganarse el afecto de las hembras. Luego esa cornamenta se les caerá de forma natural y vuelta a empezar. De lo que se trata es de cortarla antes de que pierda el pelillo y mucho antes de que todo el cuerno se caiga. Para ello hay que amputar las cuernas aún cubiertas del suave terciopelo, que es con lo que se elaborará la poción mágica. El inconveniente es que en ese estadio, los animales aún tienen la cuerna llena de terminaciones nerviosas y vasos capilares, por lo que la acción de serrársela les causa el mismo dolor que si a nosotros nos amputaran un dedo. Por ello hay que sedarlos, inmovilizarlos, ponerles suero y desinfectar después del corte. Lo que viene siendo casi una operación. La buena noticia es que el animal vive para contarlo y para desarrollar otra cornamenta al año siguiente, la cual no podrá lucir a menos que Karl lo seleccione para ser diana de algún ricachón.

Ciervos y viagra Coreana almacenada en el congelador de los horrores.


Cada amputación cuesta unos 600 dólares si la realiza un veterinario, por lo que podéis imaginar el coste final de la viagra de cuerno. Nos contaba el granjero orgulloso de que él había tenido que sacar un curso para poder hacerlo sin tener que contratar a un profesional.

Con las cuernas cortadas en trozos en nuestras manos , cubiertas del fino pelo y frías pues estaban en el gran refrigerador donde me había visualizado colgado de un gancho, nos despedimos de nuestro gran colega Karl, de su familia y de su granja, la cual viene a mi memoria cada vez que en mi pueblo miro al suelo y la imagino a 12.742 km en línea recta, justo debajo de mis pies.


Cartel en Ferradillo del Norte señalando los 12.742 km que separan a este de sus antípodas.


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