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PAMIR HIGHWAY. Recorriendo los caminos de Tayikistán.



Noah era un chaval tímido. Es cierto que nos acabábamos de conocer, pero para ser un viajero solitario no tenía demasiadas habilidades sociales. Sentado en el asiento trasero del Toyota, solo se dedicaba a mirar por la ventanilla mientras avanzábamos por ese camino de cabras que nos llevaría, después de recorrer 18 infernales kilómetros, a la frontera más desangelada en la que jamás he estado, tan desangelada que ni tan siquiera contaba con una valla, una puerta o un simple alambre para separar los dos países.

Sentado al lado del muchacho hebreo tenía claro que no iba a dejar pasar la oportunidad de charlar con él. Le preguntaría todo lo que se me ocurriera y fuera capaz de expresar. Por ese tiempo ya casi había perdido la vergüenza a meter la pata intentando comunicarme en inglés, aunque aún me sentía bastante inseguro. No obstante debía de intentarlo, no todos los días un joven judío y recién licenciado del servicio militar se sienta unas horas a tu vera deseoso, quizá, de contarte cosas interesantes de lo que es su complejo país o de por qué tantos jóvenes compatriotas viajan por el mundo a esas tempranas edades. Jóvenes que dejan su patria por varios meses e incluso años. Era un tema que siempre me había interesado. Tal vez si me ganaba su confianza podría incluso preguntarle por lo que poca gente en su país gusta de contar, puede que hasta habláramos del conflicto con los palestinos. Puede…..

La frontera que divide Kirguistán con Tayikistán en el Pamir es un sitio muy pero que muy inhóspito. Tal es así que ni los kirguises ni los tayikos esperan exactamente en la divisoria de los dos países, lo hacen los primeros a unos 20 kilómetros dentro de su frontera y los otros, más valientes supongo, a un par de ellos, dejando la línea divisoria abandonada a los elementos, que creedme son muchos a más de 4200 metros de altitud.


Montañas del Pamir.


Habíamos invitado a Noah a acompañarnos cuando lo vimos en el check point kirguis. Lo conocimos mientras nos sellaban la salida del país en nuestro pasaporte unos cuantos kilómetros antes de abandonarlo en realidad, en un tedioso procedimiento a pesar de que tan solo un puñado de personas nos disponíamos partir. Lo cierto es que nos dio bastante pena, pues se encontraba solo, sin transporte en un lugar abandonado de la mano de Dios, o más bien de la de Alá, que es la deidad adorada por esos parajes.

A esas alturas ya teníamos el culo un poco pelado de viajar y estábamos pelín cansados de los mal llamados mochileros, que intentan moverse con un gasto diario de casi cero, aprovechándose muchas veces de lo que otros pagan, ya sean gente local o viajeros, como en este caso éramos nosotros mismos, que habíamos desembolsado una cantidad importante de dinero para tener un transporte que nos permitiera avanzar a un ritmo lo suficientemente alegre como para cumplir con las etapas programadas. El bueno de Alberto ya le había dejado claro a Noah que debería contribuir en algo por los gastos de combustible, en una especie de subcontratación de vehículo y chófer que a Sérgula, el conductor, no le hizo demasiada gracia, como así nos confesó al día siguiente en medio de una pequeña discusión. El joven aceptó y así fue como comenzamos nuestra aventura juntos. Cruzaríamos con él el paso de Kyzyl-art y ambos puestos de control y lo llevaríamos hasta la localidad de Murghab, que era donde terminaban los servicios de Sérgula después de unos cuantos días recorriendo un pedazo de Kirguistán en su compañía. A partir de ahí deberíamos buscarnos la vida nosotros y el propio Noah, que en principio seguiría por la variante más transitada de la autopista del Pamir, mientras que nosotros iríamos dirección al corredor del Wakhan por la parte más agreste y fronteriza con Afganistán durante cientos de kilómetros.

La autopista del Pamir es una de la carreteras que se encuentra a mayor altitud del mundo, con pasos de montaña a más de 4000 metros de altitud. Se suele dar por válido el argumento de que va desde la localidad de Osh en Kirguistán hasta la capital de Tayikistán, Dusambé, a más de 1200 kilómetros de distancia. Cuando decidimos visitar los países de Asia central (recorrimos todos los que terminan en “tan” a excepción de Turkmenistan y Chiquitistán que no existe) tenía claro que quería conocer esa ruta, pero según fuimos investigando supimos que en un determinado momento esta tiene una bifurcación, un desvío que en vez de seguir la carretera por el altiplano tayiko hasta su capital, te lleva hasta la mismísima frontera con Afganistán marcada por el salvaje río Panj, mucho más infranqueable este que el más alto de los muros que pueda construir cualquier Donald Trump de turno. Ese sería nuestro camino como dije anteriormente. Pues con toda la información que conseguimos reunir y la que fuimos recopilando en las charlas con los viajeros que nos cruzábamos (que no eran demasiados) nos dirigimos a ese paraje salvaje de cumbres nevadas, montañas desérticas, ríos bravos y pequeños oasis creados en su mayoría por los habitantes de los minúsculos pueblos que se levantan de tanto en cuanto. Serían cientos de kilómetros por caminos rotos, conociendo a gentes amables que viven en uno de los parajes más agrestes del planeta.

Sérgula siempre pilotaba de manera calmada, ya fuera por una carretera asfaltada o por un camino. No es fácil encontrar conductores prudentes en según que países y en ese sentido nos sentíamos afortunados por no tener que viajar temiendo por nuestras vidas a cada instante, como tantas y tantas veces nos ha ocurrido en otros lugares . Tampoco es que la ruta permitiera ir mucho más rápido ese día, la pista empinada de tierra estaba llena de baches, piedras, cárcavas y todo tipo de obstáculos que impedían desarrollar más velocidad si no querías romper los amortiguadores o reventar los neumáticos. No obstante, ese era un ritmo ideal para disfrutar del paisaje y de una interesante conversación con nuestro invitado.

-¿De que ciudad eres Noah? -Pregunté al joven para romper el hielo.

- Soy de Tel Aviv.

- ¿Viajas sólo?

- Sí claro, ahora sí.- Me respondió.

Al principio nos costaba mantener una conversación fluida, pero poco a poco nos fuimos abriendo y la cosa se fue animando. A mi lado Ana dormitaba como siempre hace cuando se sube a un medio de transporte y no prestaba demasiada atención. No estaba muy a gusto al lado del joven hebreo, pues decía que su ropa olía mal, que supongo que era una forma más correcta de decir que el que apestaba en realidad era el propio chaval. A mí solo me olía a días de viaje, tejidos que se lavan poco y a sudor revenido, pero tampoco me molestaba demasiado.

Noah tenía 22 años. Llevaba viajando casi uno y aún le faltaban algunos destinos por visitar. ¿Pero por qué viajaba?, ¿Cuál es el motivo de qué tantos y tantos jóvenes israelíes se muevan por el mundo a esas edades?

Yo siempre había pensado que se trataba de una especie de ritual al acabar los estudios, como hacen muchos norteamericanos y algunos europeos, un año sabático antes de empezar la vida laboral. Lamentablemente en nuestro país esto no se estila demasiado, quizás porque debido a la falta de trabajo no se pueden dejar pasar las escasas oportunidades mientras se anda zascandileando por el mundo adelante o quizá por la falta de cultura viajera. Noah se encargó de descifrarme el misterio de los judíos viajeros.

-Es un descanso necesario. -Me dijo.

Me explicó entonces todos los intríngulis de la vida de un adolescente nada más terminar el instituto.

-Si eres hombre a los 18 años tienes que cumplir con la patria.

-Si eres mujer también. - Sentenció.

La diferencia entre un sexo y el otro es que los primeros cumplen tres años de servicio militar y las segundas dos. Todos los jóvenes están obligados a ello, como sucedía en España hasta hace no tanto tiempo, solo que con una pequeña diferencia: Israel se encuentra en estado de guerra constante, la “Mili” allí no es cosa de broma.

-¿Sabes quiénes son los Jaredíes?

- Ni idea. -Le contesté.

- ¿Esos hombres con dos tirabuzones de pelo a cada lado de la cara y que visten de negro?

- Los religiosos. -Me aclaró.

-¡Ah sí!, Los ortodoxos. – le contesté.

Me contó entonces que solamente ellos y los musulmanes están exentos del servicio militar. Los primeros debido a una ley promulgada al principio de los tiempos de la creación del estado de Israel allá por el año 1948. Pretendía Ben-Gurion, el primer presidente, promover el estudio de las escrituras sagradas entre la escasa población ortodoxa existente, para que de esta manera no se perdieran los conocimientos ni un estilo de vida que solo se ocupa del estudio religioso. En la actualidad y representando el 12% de la población los Jaredíes, se ha generado un problema con el resto de la población judía, tanto la creyente como la laica, que no ven con buenos ojos esas prebendas para los ultrareligiosos. Al mismo tiempo las arcas del estado se resienten con las subvenciones enormes a las escuelas talmúdicas que en realidad sólo producen gastos y jóvenes que no saben otra cosa que repetir de carrerilla los textos sagrados.

-¿Sabes Víctor?, Todo esto está dividiendo aún más si cabe a la sociedad israelí. – Me aseguró.

-Aquí la “mili” no es para nada fácil.

Un problema añadido es la enorme tasa de paro que todo esto acarrea entre los ultrareligiosos, que no se forman en ninguna otra cosa que no sea rezar. En esos días los disturbios se multiplicaban en todo el país tras una sentencia que obliga a los ortodoxos a cumplir con el servicio militar. Como si no tuvieran suficientes problemas en las tierras santas, ha surgido uno más.

-¿Y los musulmanes? – Le dije.

Antes de que me contestara ya intuía la respuesta.

-El gobierno no se fía de ningún musulmán por muy israelí que este sea.

-Simplemente no se arriesgan a dar una formación y poner un arma en manos de personas que en su mayoría odian a Israel. -Contestó con gesto serio.

El mal de altura ya empezaba a dejarse notar, a pesar de que en las jornadas anteriores habíamos estado a unos 3000 metros de altitud en las faldas del mítico pico Lenin. No era un malestar grande, pero no era agradable la sensación.

-¿Y como es el servicio militar en tu país Noah? -Le pregunté.

- Es duro, muy duro. -Respondió.

Me explicó que hay varios destinos a los que se te puede enviar: entre otros lugares puedes estar en un cuartel en una ciudad, que puede ser la tuya, en un kibutz, que son comunas agrícolas normalmente aisladas en el desierto y por descontado en el destino estrella: el muro.

Noah recibió instrucción en uno de los cuarteles cercanos a su casa, por lo que los primeros meses de su “mili” no fueron demasiado duros, a pesar de estar en régimen militar iba a casa con regularidad, lo peor llegó a continuación.

Como imagino que muchos sepáis Israel a lo largo de su corta historia ha estado en guerra continua con el pueblo palestino y los países limítrofes. No voy a entrar en temas políticos en este relato, aunque no es fácil contar la historia de Noah y del ejército hebreo sin hacerlo. Lo cierto es que Israel ha ido ocupando más y más territorio a lo largo de los años saltándose las fronteras establecidas en su día por la ONU. Palestina ha quedado dividida en dos zonas separadas entre ellas: Gaza y Cisjordania. Desde el año 2002 se ha ido levantando un muro para asegurar a la población israelí de los ataques de los “terroristas” palestinos, uno que cierra Gaza y otro Cisjordania. Casi 800 kilómetros de hormigón y alambrada que en un 80% se encuentra dentro de los territorios palestinos que Israel se ha ido apropiando, para dejar estos asentamientos ilegales dentro de sus fronteras. Hoy en día y aún con mucho muro por construir hay un nuevo problema: hay que defenderlo.

-El segundo año casi todos nos vamos al muro.- Me contaba Noah.

-Normalmente vas rotando de unos sitios a otros, porque hay lugares tranquilos, pero otros son una guerra diaria.

Me relató como uno de los peores sitios es la franja de Gaza, donde los palestinos, encerrados en su propio territorio, lanzan en numerables ocasiones cohetes al otro lado del muro, hacen la intifada con piedras y palos e incluso artefactos explosivos. Por supuesto son necesarios muchos militares para contener a las hordas de jóvenes (en realidad la mayoría niños) que se desahogan contra los soldados que han disparado a algún amigo o familiar suyo en un pasado más o menos reciente, puede que incluso ese mismo día.

-Centenares de adolescentes se abalanzan contra la frontera.

-¿Y sabes quién está ahí para contenerlos? - Me dijo Noah mirando al horizonte.

-Otros adolescentes, pero con armas.

En ese momento logré tener cierta empatía con el soldado que unos meses antes había disparado contra un grupo de niños que le tiraban piedras matando a algunos de ellos. Solo tenía 18 años, estaba cumpliendo con el servicio militar obligatorio y supongo que tenía miedo.

-No es fácil. -Me dijo.

Por un momento solo se escucharon los sonidos propios de un vehículo todoterreno circulando por un camino bacheado. Ana roncaba a mi lado, haciendo gala de su asombrosa capacidad innata para dormirse en cualquier medio de transporte, a pesar de los baches y del mal olor del viajero.

Alberto, en el asiento delantero, charlaba con Sérgula de algún tema seguramente no tan interesante como el que nos ocupaba a Noah y a mi.

-El otro destino que tuve fue el mejor. -Dijo Noah rompiendo el incómodo silencio que ya duraba algunos minutos.

-Estuve el último año en un kibutz. Aislado de todo el mundo, sin teléfono, televisión, sin ver a la familia ni a los amigos.

-Fue una delicia. – Sentenció.

Lo que seguramente sería la peor tortura para cualquier joven del mundo desarrollado, los militares israelíes lo ven como una bendición. Un oasis de paz y tranquilidad en medio del caos.

-¿Sabes una cosa? -Comentó.

-La realidad de nuestro país a la mayoría de nosotros nos satura, necesitamos salir de ese infierno. Por eso estoy ahora aquí.

El paso fronterizo no era más que un puerto de montaña con una mínima indicación de que cambiabas de país en ese preciso instante. Nada más, solo eso. Como el viento calaba los huesos a pesar del sol reinante, solo bajamos del coche para despedirnos de Kirguistán y dar la bienvenida al nuevo país que íbamos a visitar.

-¿Es por eso por lo que viajáis? ¿Para olvidar la realidad de vuestro país? -Le dije una vez reanudada la marcha.

-Se puede decir que sí. – Contestó.

A continuación me contó cómo al final del periodo militar los licenciados reciben una cantidad fija de unos 10.000 dólares, que unidos a los 200 que más o menos cobran mensualmente y los cuales ahorran casi en su totalidad debido a la falta de lugares donde gastarlos, suman una cantidad que los jóvenes utilizan para sus menesteres antes de comenzar los estudios universitarios o la vida laboral. Muchos se compran un coche, otros lo dejan para pagarse los estudios y otros muchos se los gastan recorriendo el mundo y escapando de la dura realidad.

Por fin quedaba aclarado el porqué de que tantos y tantos jóvenes hebreos se encuentren dispersos viajando por el mundo, ya sea África, Oceanía, Europa o América.

-¿Y que opinas del conflicto árabe-israelí? – Le espeté de repente.

-¿Conflicto?, No entiendo.

-Ah, te refieres al problema. -Dijo.

Me llamó la atención el hecho de que al igual que en Irlanda del Norte, en Israel se denomina “troubles” (problemas) a la guerra encubierta con los palestinos, como en su día los británicos llamaron también problemas al conflicto entre católicos y protestantes en el Ulster.

-La gente está sufriendo mucho, entiendo a los palestinos, mi país no se está portando bien. -Me dijo con voz seria.

-Nosotros también sufrimos por otro lado, pero estoy seguro de pronto se llegará a una solución

Con esa afirmación tan optimista aún en sus labios llegamos al puesto fronterizo. Ojalá tenga razón Noah en que la solución esté cerca, aunque yo no lo tengo tan claro.

La región tayika de Gorno-Badakhshan es una provincia autónoma dentro del país, tal es su nivel de autonomía que se precisa de un permiso a parte del visado de Tayikistán para que te dejen transitar por la zona. La frontera en la que nos encontrábamos en ese momento es la entrada a dicha región, por lo que teníamos que presentar el visado y dicho documento. Sérgula se encargó de llevar nuestros papeles junto con los pasaportes a la oficina fronteriza, mientras nosotros estirábamos las piernas. Como no había nadie más con intención de cruzar la línea, no hacía falta ni que entráramos a las “oficinas” nosotros en persona, pues ya nos habían visto de sobra casi antes de bajarnos del vehículo. Noah por su parte prefirió ir.

Enseguida salió el chófer con nuestros pasaportes firmados, por lo que nos entretuvimos disfrutando del hermoso paisaje montañoso. A la izquierda de la carretera se podían observar las altas montañas que hacen de frontera con China, concretamente con la prefectura de kansgar, una zona donde los únicos chinos musulmanes intentan sobrevivir mientras el gobierno trata por todos los medios de borrar su cultura y sus costumbres, enviando a miles de personas a campos de reeducación y repoblando el lugar con ciudadanos de otras partes del país para diluir la influencia musulmana, al igual que ocurre en el Tíbet.

De repente saltaron todas las alarmas, parece ser que Noah tenía algún tipo de problema con el permiso de entrada. Sérgula trató de informarse y al poco tiempo nos comentó lo ocurrido. El permiso de tránsito por la región autónoma de Noah caducaba a los tres días.

-Los soldados estiman que no es tiempo suficiente para recorrer todo el trayecto hasta salir de la zona, no le dejan pasar. -Dijo el chófer

¿Pero que demonios iba a hacer un israelí en esa zona desangelada si no es turismo?, ¿acaso piensan que se va a quedar a vivir allí?, ¿tienen miedo que sea un espía judío?

La verdad es que esta última opción me pareció incluso factible. Quién sabe, quizás Noah aún seguía siendo militar y estaba recabando información en una zona considerada caliente por el tráfico de opio y el expansionismo saudí.

¡No, no creo!

O puede que sí. Quién sabe. Por algo el Mosad es el mejor servicio de inteligencia del mundo.

Lo cierto es que si fuera un espía no iba a dejar caducar el visado, por lo que me inclino más a un “acarajamiento” transitorio o un despiste por su parte. La realidad es que nuestro compañero de viaje se tenía que quedar en ese puesto fronterizo, donde no hay nada que hacer y apenas pasa nadie. Debía esperar que alguien lo llevase de nuevo a Kirguistán y tramitar un nuevo permiso cuando dispusiera de conexión a internet, y vuelta a empezar.

La verdad es que nos quedamos apenados de perder a nuestro compañero de viaje y yo personalmente a un interesante conversador. Por su parte Sérgula no parecía estar afectado en absoluto, quizás por quitarse de en medio a un mal oliente polizón o quizá porque no le caen especialmente bien los judíos. Quién sabe.

El camino transcurría por pistas de tierra en principio descendentes para luego atravesar un enorme altiplano desértico que parecía no terminar nunca. Una inmensa alambrada nos acompañaba casi paralela a la carretera durante casi todo el trayecto. No era otra cosa que la mismísima frontera con China, país que en la última revisión de lindes había convencido a los gobernantes tayikos de levantarla en su territorio en vez de utilizar las próximas cumbres montañosas como separación natural entre los dos países, como siempre había sido. Con ello China ha recrecido su ya extensísimo territorio a cambio seguramente de algo, aunque puede que ese algo en vez de revertir en el pueblo tayiko lo haya hecho solamente en algún mandamás, me inclino por pensar que ha sido eso.

Autopista del Pamir. Frontera China a la izquierda.


Nuestro próximo destino era la pequeña población de Karakul, a orillas del lago con el mismo nombre. Karakul no iba a cumplir nuestras expectativas en cuanto a núcleo poblacional se refiere. En realidad esa iba a ser una constante de ahí en adelante. Todos y cada uno de los pueblos y ciudades que íbamos a conocer en el Pamir iban a ser poco menos que cuatro casas en el caso de los primeros y pequeñas poblaciones desvencijadas las segundas. Pero realmente eso mismo era lo que hacía de ese viaje algo auténtico y especial. No habíamos elegido la pequeña aldea habitada por kirguises por nada en especial, simplemente era el único núcleo de población existente con cierta entidad para que nos dieran algo de comer, comida que desde hacía demasiados días se limitaba al típico arroz con un poco de carne y verduras llamado Plov ( el nombre varía dependiendo país y zona) y un tipo de sopa con muchas verduras y muy poca carne, tan poca que en ocasiones ni te tocaba saborearla. Nuestros cuerpos ya se habían desecho de las reservas abdominales de grasa que casi todos los occidentales gustamos de lucir y los pantalones amenazaban con descolgarse hasta los mismísimos tobillos en cualquier momento, pero aún así lucían bellos. Para no perder la línea, ese día nos tocó la rica sopa con un pedazo de cordero (puede que caballo) acompañado del pan delicioso que se cuece por esas tierras.


Restaurante en Karakul.

Un día cualquiera en Tayikistán.


El lago Karakul se formó por el terrible impacto de un meteorito 25 millones de años antes del día que nosotros lo visitamos, día arriba día abajo. Un enorme trozo de roca caído del espacio que hizo un agujero de 45 kilómetros de diámetro que se fue llenando poco a poco con el aporte de los pequeños arroyos y ríos, que en otra época fue un enorme trozo de hielo y ahora es una masa de agua salobre que no contiene vida a excepción de unos pocos pececillos en las desembocaduras de los arroyos tributarios, cauces de agua que mueren irremediablemente en ese lago inerte sin salida al mar.

Con la frugal comida aún en el gaznate encaramos el último trozo de ruta que nos faltaba para llegar a Murghab, donde nos despediríamos de Sérgula y buscaríamos otro transporte para recorrer en tres o cuatro jornadas el corredor del Wakhan.

Murghab es la capital de la región, posee algún hotel de “entidad” y muchas casa sencillas, como en la que nosotros nos íbamos a hospedar esa noche. Según nuestra información, en el mercado podríamos encontrar chóferes que nos harían un precio ajustado para recorrer el trayecto los próximos días. No queríamos arriesgarnos a ir consiguiendo transporte día a día, pues en una conversación días atrás con unos compatriotas catalanes nos habían informado que la cosa no era para nada sencilla. Había gente amable dispuesta a llevarte de pueblo en pueblo por un módico precio seguramente, pero lo que apenas se encontraban eran vehículos, por lo que recorrer los 300 kilómetros hasta Khorug se podía convertir en una odisea infinita en el tiempo.

El mercado de Murghab era una suerte de casetas hechas con contenedores marítimos en la que podías encontrar casi cualquier cosa. Paseando por sus polvorientas calles la gente nos observaba con curiosidad, pues no son muchos los turistas que se dejan caer por el lugar. Sérgula nos había ofrecido sus servicios para los siguientes días a lo que le habíamos dicho que no por varias razones: la primera y más importante, nos parecía caro, la segunda porque el coche había dado varios problemas mecánicos y no nos fiábamos de que pudiera aguantar todo el trayecto y la tercera era porque ya estábamos cansados de su compañía, y creíamos que él también de la nuestra. Educadamente le dijimos que preferíamos buscarnos la vida y que en la cena nos despediríamos de él, a lo que asintió con una medio sonrisa en la cara. Sonrisa que parecía esconder algo.


Se puede encontrar de todo en el mercado de Murghab, de todo menos un transporte.


Anciano kirguís con el típico gorro blanco de felpa llamado Kalpak.


Pamirski Post fue el nombre con el que se bautizó a este lugar cuando los soviéticos lo crearon de la nada en un lugar de paso. Con un clima desértico a casi 4000 metros de altitud y con una temperatura media anual negativa, a nadie se le había pasado por la cabeza vivir aquí, o al menos levantar una ciudad, cosa que hicieron los Rusos sin más, solamente por su posición estratégica. Los 7000 habitantes son de varias etnias pero se diferenciaban de nosotros sobre todo en una cosa, la altura. Cuando vas caminando entre gentes que viven con lo justo en países donde las condiciones de vida son duras hay una constante, destacas por encima de todos. Normalmente en un intento por mimetizarnos siempre llevamos ropas humildes, si puede ser de la zona, pero hay algo que no podemos ocultar: la corpulencia. Solo eres consciente de esa diferencia cuando ves a otros occidentales o te ves a ti mismo en fotografías rodeado de gentes locales. Yo, con mi metro ochenta escaso no me considero una persona ni alta ni fuerte, pero ese día los tres llamábamos la atención sobremanera. Parecíamos gigantes, con nuestros cuerpos fuertes y anchos a pesar de que somos de complexión delgada. El origen de todo esto es la alimentación. Hemos crecido en un país donde no se pasan miserias y la variedad de alimentos disponible es enorme. A diferencia de ese entorno donde la dieta se basa en arroz, pan, vegetales y el roce de un trozo de cordero perdido entre unas verduras. En cambio nosotros solemos abusar de la proteína de la carne y los azúcares que nos permiten crecer más a lo alto y por desgracia también a lo ancho. Personalmente es una de las peores sensaciones cuando viajo, la de no poder pasar desapercibido en casi ningún lugar del mundo, sobre todo en África por razones que supongo no hará falta explicar.


Gigante blanco tratando de pasar desapercibido.


La sonrisa de Sérgula venía a mi mente una y otra vez, por más que buscábamos transporte no lo encontrábamos. No era problema de dinero, creo que incluso estábamos dispuestos a pagar más por no volver con el rabo entre las piernas suplicando a nuestro antiguo chófer que nos llevara al día siguiente. El problema era peor que todo eso:

¡No había ni un solo vehículo!

Muchas veces te fías de la información que otros viajeros vuelcan en la red. Es una herramienta muy buena para planificar tus propios viajes, pero no siempre es fiable, aunque venga del mejor blog de viajes que hay de la zona y de un reputado viajero. Simplemente esa información está basada en su experiencia y en su realidad, realidad que ese día y en ese momento no era la misma para nosotros. No nos quedó más remedio que volver a la vera de Sérgula y decirle que habíamos decidido seguir viajando con él si no tenía inconveniente, que lo queríamos mucho y era un profesional de lo mejor de la zona, a lo que el buen chófer nos contestó con otra media sonrisa y asintiendo con la cabeza como diciendo:

-Sabía que volveríais pringaos.

Madrugamos mucho a la jornada siguiente, pues el recorrido sería largo y tedioso. Tan pronto partimos que nos quedamos con las ganas de ver el festival anual del caballo de la localidad, una suerte de carreras y juegos de habilidad que se celebran a lomos de los equinos una vez al año en una polvorienta meseta a las afueras de la ciudad. La casualidad había querido que coincidiera el día señalado con nuestro paso por la zona, aunque a esas horas y a pesar de que el sol ya calentaba, nada parecía indicar que allí se fuera a celebrar evento alguno. Es curioso como en ciertos países y culturas la hora es algo relativo.

-¿Se celebra mañana el “At Chabysh”? -Preguntamos a nuestros anfitriones mientras cenábamos la noche anterior.

-Sí, sí. At Chabysh mañana sí.

- Afueras ciudad, sí. Caballos, carreras, juegos, sí. -Nos respondieron con una sonrisa en la cara.

-¿Y a qué hora es el evento?

-Mañana, sí, At Chabysh sí. En la explanada, caballos sí.- Sonreía mostrando sus negros y escasos dientes el hombre de la casa.

La respuesta era siempre la misma y por lo tanto nos quedó muy claro que sí, que sería a la mañana siguiente, en la explanada a las afueras de la ciudad y a una hora sin determinar, simplemente cuando así lo decidieran los participantes y público en una especie de decisión conjunta que parece surgiría espontáneamente como por arte de magia. Simplemente, las gentes irían llegando al lugar a la hora oportuna, la cual no sabían ni ellos mismos. Es un tipo de comportamiento que a los occidentales nos cuesta entender pero muy común a lo largo del planeta. Lo que estaba claro es que la voluntad popular no se había amoldado a nuestros horarios y nos íbamos a perder el espectáculo. Una auténtica pena, seguíamos camino.


Niños jugando en las calles de Murghab.


Los primeros kilómetros del día los estábamos recorriendo por asfalto, un lujo teniendo en cuenta el lugar donde nos encontrábamos. Teníamos aproximadamente 130 de ellos por la parte buena de la autovía del Pamir hasta el desvío que nos llevaría al infierno de la conducción y al cielo de los parajes pintorescos, el ramal hacia el Wakhan. No es que el tráfico fuera precisamente demasiado numeroso, solo de vez en cuando algún camión cargado de mercancías nos cruzaba y un puñado de ciclistas pedaleaban estoicamente en contra del viento, la altitud, el sol y la monotonía en busca de lograr su objetivo, que no era otro que recorrer la Pamir Highway, hasta Dusambé.

Una vez en el desvío hacia el ramal del Wakhan la carretera se volvió a convertir en una suerte de camino que en ocasiones incluso se perdía entre enormes rocas, socavones y arena. En un paisaje poco menos que lunar, de vez en cuando una pequeña laguna rompía la tiranía de la aridez y nos daba la disculpa perfecta para bajar del coche y dar un paseillo. A una velocidad media de 15km/h tardaríamos una eternidad en recorrer los casi 200 kilómetros que nos separaban de nuestro destino en la pequeña localidad de Langar, ya en el mismo corredor del Wakhan. En algunos momentos echaba de menos la conversación con Noah, pues a pesar de la grandiosidad del paisaje el viaje se hacia lento y aburrido. Salvamos puertos, faldeamos montañas, recorrimos caminos que colgaban de enormes precipicios que terminaban cientos de metros más abajo en un abrupto arroyo, donde en ocasiones, un amasijo de hierros oxidados señalaba los restos de un accidente donde con total seguridad no habría habido supervivientes. Era inevitable pensar lo que nos sucedería si Sérgula perdía el control del todo terreno y nos despeñábamos por el barranco.


"Autopista" hacia el cielo.


Un oasis en el camino.


Llegó un determinado momento en que la constante fue la de perder altitud en dirección al fondo del valle hasta que pudimos contemplar el hermoso río Pamir. A partir de ese momento circularíamos por su margen derecho hasta que este se juntara con el río Wakhan, que más caudaloso tributa la mayor parte del agua para formar el impetuoso Panj.

La pista se transformó desde ese instante en un poco más transitable y los tres viajeros, como bobos, no podíamos quitar la vista de la otra orilla del río. A pesar de ser una masa de agua importante era susceptible de ser cruzada con facilidad en numerables puntos. De hecho en algunas ocasiones pudimos contemplar cono yaks y camellos (o puede que dromedarios) se encontraban paciendo en islotes y meandros los cuales no se podría decir si estaban a este o al otro lado del río. Y os preguntaréis:

¿Y que importancia tiene eso?

No la tendría si no fuera porque la otra orilla era ni más ni menos que un país que ha sido fuente de malas noticias y temores desde hace muchas décadas. Estábamos a tiro de piedra del mismísimo Afganistán.


Río Pamir y unas vacas apátridas en una isla entre Tayikistán y Afganistán.


Según avanzaba la jornada y el día y según nos movíamos río abajo, este se iba haciendo más y más grande, cada vez más infranqueable, de tal forma que al llegar a Langar ya parecía imposible de cruzar. Mucho peor sería unos cientos de metros más abajo cuando se juntara con el Wakhan proveniente de las montañas del Karakorum y lo convirtieran el tumultuoso Panj en una frontera infranqueable: aunque solo en verano.

Langar es una minúscula población tayika, un oasis en medio de las montañas donde según algunas guías y blogs de viajeros hay casi de todo, desde tiendas hasta buenos alojamientos, pasando por un servicio de taxis que conecta todas las poblaciones del corredor del Wakhan. La realidad es bien diferente. Una tienda, un puñado de hoteles bastante humildes y por supuesto ningún servicio de transporte. Por suerte Sérgula no nos había mandado al carajo el día antes.

Después de comprar algunos artículos en “la tienda” nos fuimos al alojamiento escogido, que se encontraba en el piso de encima de esta. Era espartano pero con encanto. La amabilidad de los habitantes del valle saltaba a la vista, así como su aspecto. ¡Eran muy guapos!

Una jovencita nos estaba sirviendo té mientras charlábamos con un nuevo amigo que acabábamos de conocer y que estaba tomando el almuerzo a nuestra llegada.

-¡Sois españoles!- Nos había dicho a modo de bienvenida.

-Me alegro mucho de veros.

Jorge llevaba algunas semanas viajando por el país y haciendo auto stop, cosa sencilla si eres un viajero solitario e imposible si vas en trio como era nuestro caso.

Había recorrido el ramal alto de la autopista del Pamir y se disponía a volver por el bajo, al igual que nosotros, y necesitaba una conversación más que el respirar. El hombre no callaba.

-Soy bibliotecario. Vivo en Madrid. Trabajo seis meses al año y tengo mucho tiempo libre. Llevo un mes viajando. Seguí la ruta tal y dormí en el sitio cual. Vengo a dedo con los camioneros, tienen muchas ganas de hablar por eso te paran. ¿Conocéis Dusambé? Es muy bonito. El otro día estuve enfermo. Me encanta el Wakhan. Soy bibliotecario. Un día dormí con una señora que conocía de un blog de viajes. Como trabajo seis meses al año puedo viajar mucho porque soy bibliotecario.

La cara de Alberto era todo un poema, desde el primer instante le había caído mal el viajero español como solían hacerlo todos aquellos que contaban sus batallitas. Yo lo toleraba mejor y aprovechaba para sacarle información válida para nuestras próximas jornadas e incluso próximos viajes, y Ana parecía que se estaba enamorando de él.

-¿Os había comentado que soy bibliotecario?

Cuando acabó con lo suyo tocó hablar de su madre.

-Mi madre viaja mogollón, todos los años se hace uno o dos viajes largos, ahora mismo está en Kirguistán con una agencia española, hace unos días estaba en Trans Rabat, el famoso caravanserai al lado mismo de la frontera con China.

-¿Lo conocéis?- Nos preguntó.

En ese momento le tuvimos que dar la noticia. No sólo conocíamos ese lugar situado a cientos de kilómetros en el país vecino, también habíamos conocido allí a su progenitora.


Niños wakis de Langar.


Los lazos entre los tayikos y los afganos del Wakhan son muy fuertes. Aunque les ha separado una frontera desde la época colonial no han perdido del todo sus relaciones. El río Panj ha hecho de barrera natural desde tiempos lejanos. En una época incluso separó al imperio británico y a la URSS, pues Afganistán pertenecía a los primeros y Tayikistán a la antigua Unión Soviética. La frontera entre la localidad de Langar y la afgana de Gaz Khun ha permanecido cerrada desde hace décadas. En el año 2006 se hizo un intento por abrirla e incluso se celebró un mercado internacional con gentes de ambas orillas. Muchas familias se reencontraron o se vieron por primera vez, fue todo un acontecimiento. El puente nuevo era una infraestructura vital para comunicar a los wakis de ambas orillas y a los tayikos con Pakistán, a pocos kilómetros al otro lado de las montañas. El día fue una hermosa fiesta pero se quedó en eso. La frontera se cerró al día siguiente y jamás se ha vuelto a abrir. Por aquellos días de nuestra visita en 2019 había unas instalaciones modernas custodiadas por soldados de ambos países, pero cerradas a cal y canto. Hoy en día aún más inaccesibles por varias razones: la más importante es que justo del otro lado los talibanes se han hecho con el poder.


Campos de Langar.


Mientras le contábamos a Jorge cómo habíamos coincidido con el grupo de su madre en aquellos días que parecían tan lejanos en Kirguistán, unas voces vinieron a interrumpir, para alivio de Alberto, nuestra conversación.

Tres jóvenes se acercaban por la calle mientras los pocos huéspedes presentes los observábamos desde el corredor del hotel.

Dos eran claramente extranjeros. Me aposté a mi mismo que israelíes, acerté. El otro no. Con esos andares y esas voces solo podía ser de un país que los cuatro conocíamos bien. Era español.

-Hola chicos son españoles por lo que veo.- Él también nos había reconocido por esa habilidad innata que poseen los compatriotas para diferenciarse entre otras gentes aunque físicamente sean iguales.

Con unos kilos de más, unos gestos amanerados y un tono de voz alto en demasía nos dijo:

-¿Se creen ustedes que llevo recorriendo la tarde entera todos los hospedajes y aún no he encontrado ninguna conexión Wi-Fi?

Nos miramos los unos a los otros asombrados pues si de algo fuimos conscientes nada más entrar en esos parajes es de que no tendríamos acceso a internet.

-Pues quedé de hablar con mi madre hoy, a ver ahora como hago.

-Bueno amigos un placer.-Se despidió.

Aún con la boca abierta continuamos la conversación.

-Pues mañana salgo para Eshkashen. Si tenéis sitio en el coche y no os importa me voy con vosotros. -Dijo Jorge.

Antes de que Alberto pudiera decir nada Ana le dijo que sin problema.

-Pues entonces a las 8 nos vemos en la carretera. Os pago unas cervezas mañana de buena gana.

Se despidió de nosotros con una sonrisa en la boca satisfecho de la conversación y del transporte conseguido. Nosotros por nuestra parte nos quedamos un rato más tomando el fresco, hasta que Alberto sentenció:

-Mañana nos vamos a las 7.

Pico Lenin, Pico Engels, Pico Marx, Pico Comunismo…. Son algunos de las míticas montañas de esa zona del mundo en la que nos encontrábamos, nombres heredados, como podréis intuir, de la antigua era soviética. Aunque en la actualidad han cambiado por otros más locales de difícil dicción, los antiguos se resisten a desaparecer sobre todo en los círculos montañeros extranjeros.

Alberto había madrugado mucho para intentar hacer una aproximación al Pico Comunismo antes de partir hacia nuestro próximo destino. Yo esta vez no había podido acompañarlo debido a una enorme ampolla que me había hecho en la planta del pie unos días atrás subiendo (más bien bajando) del Campo I del pico Lenin en Kirguistán. Aunque la idea de quedarme en la cama puede que me hubiera venido a la cabeza aún sin ampolla. Por nuestra parte, Ana y yo nos levantamos tranquilamente, desayunamos y esperamos a nuestro compañero, que estaba tardando más de lo esperado. Cuando ya nos estábamos empezando a preocupar de verdad apareció tambaleante por la carretera.

-Estoy muerto. -Acertó a decir.

Un desayuno y una ducha reparadora después le mejoró un poco la cara, aunque en ella se reflejaba una enorme preocupación: eran las 9:00 de la mañana.

-Al final vamos a cruzarnos con el pesado del bibliotecario. -Comentó.

-Esperemos que haya cogido otro coche.

Salimos de la aldea con Sérgula al volante y un poco expectantes por ver si nuestro “amigo” nos estaba esperando a un lado de la carretera. No había rastro de él.

Cuando ya parecía que no íbamos a tener a tan ilustre viajero de compañero de viaje de repente lo vimos a lo lejos.

-Go, Go Sergio ( como a veces llamábamos al chófer)

-¡Don’t stop! – Grito Alberto.

Nuestro amigo estaba dispuesto a pasar a toda velocidad a su lado sin parar y dejarlo envuelto en una nube de polvo y con una mueca de incredulidad en su rostro.

Sérgula aceleró dichoso de no tener que montar a otro mal oliente viajero en su coche pero entonces Ana y yo le mandamos parar. No podíamos dejarlo allí durante horas o puede que días.

-¡Buenos días amigos! – Dijo Jorge.

-¡Ya creía que no me habíais reconocido!

-sí te conocimos sí.- Balbuceó Alberto.

Teníamos una jornada entretenida ese día desde Langar a Eshkashen, una ciudad más importante y con otro paso fronterizo, que estaba abierto y el cual estábamos tentados de cruzar para acceder al país vecino que se veía tan cercano.

Como dije anteriormente el río Panj ejerce el papel de frontera infranqueable entre los dos países vecinos. En la otra orilla se podían ver las pequeñas aldeas afganas construidas en barro y aún más humildes que las ya de por sí paupérrimas tayikas. Era tan corta la distancia en algunos puntos que nos pasábamos el rato saludando a los vecinos y observando su modo de vida. La bandera afgana negra, roja y verde ondeaba en numerosas edificaciones, en una guerra de colores con la roja, blanca y verde del otro lado del río. Otra diferencia importante eran las vestimentas. Sin colores, en su mayoría oscuras y tristes, como las fachadas de las casas en el lado afgano. El color del barro en estas y el luto en los ropajes daba una sensación de enorme tristeza. En la lejanía se podía adivinar en los rostros de los afganos una mueca sería, como si la vida de la otra orilla fuese más dura y dificultosa que en la nuestra. Puede que solo fuera una percepción nuestra, pero así nos lo parecía. No obstante los afganos miraban curiosos y respondían a los saludos casi en cada ocasión

Una de las primeras paradas que hicimos fue para visitar una estupa budista, reminiscencia de la influencia china en una época pretérita. La comunicación de oriente con occidente fue una realidad a través de todos los países del Asia Central durante siglos, un intercambio de bienes tanto materiales como culturales en lo que se denominó la ruta de la seda. No era un camino único, más bien numerosas rutas, algunas más transitadas que otras pero todas importantes y el corredor del Wakhan y el Pamir fueron una de las variantes.

Jorge no estaba tan hablador esa mañana, puede que ya hubiera dicho todo lo que tenía que decir, aunque a mí me daba la sensación de que se había dado cuenta que no caía demasiado simpático. Paseábamos entre pequeñas parcelas de trigo, regadas por una red de canales de agua cristalina, que invitaba a sorberla. Como en casi todos los países menos desarrollados, en Tayikistán cada vez que parabas un grupo más o menos numeroso de niños te rodeaba mientras los adultos curiosos observaban a cierta distancia. Nos querían guiar hasta el templo budista, el cual se encontraba en una colina encima justo de la pequeña villa.

-Ten dólar, ten dólar. – Nos decían poniendo precio a sus servicios.

-Six dólar. -Replicaba otro.

Se estaban haciendo competencia los unos a los otros en una especie de juego que les divertía, pues tenían claro que les sería difícil cobrar algo de unos tacaños españoles. Les ofrecimos unos caramelos y pareció llegarles de momento.

Lo cierto es que la ruta no estaba para nada clara y nos perdíamos a cada momento, de tal manera que al poco rato ya no supimos seguir el camino sin la ayuda de nuestros pequeños guías. Al darse cuenta de ello comenzó de nuevo el juego.

-Ten dollar, ten dollar.

Les ofrecimos entonces un puñado de al albaricoques que habíamos comprado el día anterior a lo que respondieron con unas sonoras carcajadas.

De repente, uno de ellos se dio la vuelta y con el dedo nos señaló un enorme árbol cargado de esos frutos con los que nosotros intentábamos comprar sus servicios. ¡Había miles de ellos! Era como querer pagar con arena a los habitantes del desierto.

Algunos rapaces se fueron marchando pero los más curiosos continuaron con nosotros solo por el mero hecho de interactuar con esos extraños que habían llegado a su aldea unos minutos antes y habían roto su rutina. Hasta el día antes jamás había visto a un animal muy abundante por esos parajes. A las afueras de Langar de repente nos habíamos quedado boquiabiertos cuando un rebaño de cabras en miniatura nos rodeó en silencio. No Balaban, no hacían ruido al caminar y eran adorables, parecían de juguete. Esa mañana pastaban en los linderos atadas por una pata actuando de segadoras naturales recortando en círculos la verde hierba que crecía entre los sembrados.


Rebaño de Minicabras.

Nuestro niño guía con las cabritiñas.


El fuerte de Yamchun es una de las numerosas fortalezas construidas en la zona para defender lo que fue la ruta comercial y nuestra siguiente parada. La entrada era gratuita y las vistas eran increíbles. Custodiado por militares tayikos aún está en uso en la actualidad, aunque pueda parecer una ruina. Debíamos tener cuidado de no fotografiar ciertas zonas o a los soldados si no queríamos tener problemas, pero la grandiosa perspectiva que se veía desde su atalaya si que estaba permitido capturarla con nuestros dispositivos.

De frente se veía el río Panj, a esta orilla tierras de cultivos, en la otra y alzados en una pequeña meseta cortada al medio por un arroyo, destacaban diferentes tonos de verdes y amarillos del trigo y otros cereales que no podía identificar en la distancia. Un poco más allá la aldea afgana que por una vez parecía mucho más próspera que la de su vecina del otro lado. De frente, por el valle por el que descendía el arroyo de forma abrupta, se veían altas cimas con nieves perpetuas. Éramos unos privilegiados de poder estar observando tres países al mismo tiempo: Tayikistán, el cual pisábamos, Afganistán, el que deseábamos pisar y al fondo las primeras estribaciones de la cordillera del Karakorum pakistaní. Un poco más allá incluso se encontraba China, la cual no se veía por poco, o puede que sí.


Fortaleza de Yamchum con Afganistán al fondo y Pakistán más allá del fondo.


La presencia militar en la zona es enorme. Aunque el río en ese momento nos parecía una barrera infranqueable en realidad no lo era tanto. Estaba claro que no era posible cruzarlo a nado o en ningún tipo de embarcación. Corría tal cantidad de agua y a tal fuerza, que cualquier osado que lo intentara moriría en segundos, ahogado, golpeado o ambas cosas al mismo tiempo. Pero resulta que no siempre es así, pues en invierno, con las bajísimas temperaturas el río reduce su caudal enormemente debido a un fenómeno que nosotros en España conocemos de soslayo, ya que es una broma en comparación a como se desarrolla en ese lugar: la transformación del agua en hielo. Con temperaturas de decenas de grados bajo cero, simplemente el agua cae en forma de nieve en las montañas y le da por no correr, y la que lo hace se suele congelar, por lo que la inexpugnable frontera veraniega no lo es tanto en la época de más frío pues el caudal baja y baja ante la falta de agua que alimente los cauces. Con la llegada de la primavera , o más bien el verano, toda esa agua congelada comienza a moverse por los torrentes haciendo crecer al río Panj de forma monstruosa.

El cultivo y posterior comercio del opio es una de las industrias más importantes y florecientes ( lo de floreciente le viene como anillo al dedo) de Afganistán. Los señores de la guerra de las diferentes facciones presentes a lo largo de todo el territorio han comerciando con esta droga desde hace muchas décadas, una industria con ramificaciones en todo el mundo capaz de hacer llegar el producto obtenido de la amapola cultivada por un miserable agricultor afgano al mismísimo Manhattan. Todos los gobiernos han estado implicados en ese juego y seguramente lo seguirán estando. Utilizando la Ruta de la Seda para llevar la droga a occidente, los traficantes intentan burlar una y otra vez la frontera que los tayikos blindan para evitar eso y de paso el posible cruce de terroristas islámicos a sus tierras, donde ya han cometido algunos atentados con víctimas mortales. De ahí la enorme presencia militar a lo largo de todo el corredor.

Pasado el medio día llegamos a Eshkashen, donde Alberto fue directo a la cama en la que durmió hasta la jornada siguiente. Por momentos temimos encontrar su cadáver frío y rígido cuando despertáramos por la mañana, cosa que no ocurrió gracias a Alá. Ana y yo mientras tanto, nos fuimos a saborear una sopa local y el bibliotecario se despidió de nosotros prometiéndonos vehementemente que nos volveríamos a ver. Lo cierto es que nunca más volvimos a saber nada de él ni de las cervezas que nos había prometido la tarde anterior. Que rece para que no nos volvamos a encontrar con el o con su madre en algún rincón del mundo y le contemos que su hijo a parte de ser un pesado no cumple con sus promesas.



La mágica dieta tayika.


Ahí estaba, la frontera. Desde la ventanilla del coche de “Sergio”, el chofer, se veía a unos cuantos metros de distancia. Habíamos valorado muy seriamente cruzarla y pasar el día en Afganistán, más por el hecho de decir que habíamos pisado esas tierras vetadas para los infieles que por conocer el país, pues en unas pocas horas malamente lo podríamos haber hecho. La cosa no era para nada sencilla pues debíamos sacar un visado con costaba 100$ y luego otro de vuelta a Tayikistán mas el salvoconducto de la región autónoma. En total la broma nos habría salido por más de 250$ por lo que desistimos. Al fin y al cabo era como si hubiéramos estado ya, llevábamos varios días viendo de cerca los pueblos y a las gentes del país vecino así como sus paisajes, y realmente gastar ese dinero para pasar unas horas no merecía la pena. Algo muy diferente hubiera sido invertir una semana recorriendo en burro el corredor de aldea en aldea.

-Hasta hace poco se hacía un mercado semanal de afganos y tayikos en la misma frontera, en tierra de nadie. – Nos informó Sérgula.

- Ahora y después de algunos atentados terroristas se ha decidido no volver a hacerlo.

Daba rabia pensar que algunos desalmados aprovecharan la necesidad de comerciar y relacionarse de la gente de ambas orillas, para causar daño en base a no se qué chorrada de un dios supremo. Es horrible todo tipo de violencia pero la ejercida en nombre de la fe es la que más náuseas me produce.

Esa jornada y ya sin Jorge ni sus cervezas, continuamos ruta río abajo hasta la siguiente localidad, khorug, donde ahora sí, Sérgula nos abandonaría para siempre. El río cada vez era más y más caudaloso y daba miedo el mero hecho de circular con el coche cerca de sus orillas. Del otro lado y como siempre Afganistán, que aún nos acompañaría hasta khorug y parte de la jornada siguiente.

Es khorug una urbe ya importante, que parece estar fuera de lugar en ese territorio tan inhóspito. Edificios de varias plantas, tráfico, mercados, tiendas y cafés. Aprovechamos para dar un paseo y buscar el transporte para recorrer la última etapa de la famosa autopista del Pamir que habíamos comenzado en Osh, en el vecino Kirguistán. De los aproximadamente 1200 kilómetros habíamos recorrido unos 700 y nos faltaban exactamente 595 para llegar al final, y los íbamos a hacer de una sentada. La verdad es que recorrer esa enorme distancia de golpe podría parecer una locura, pero habíamos decidido “disfrutarla” en un solo día por varias razones. La primera porque ya no eran demasiados los lugares que nos pudieran sorprender en lo que quedaba de ruta, y otra, quizás la más importante, era que los transportes de khorugh a Dusambé sólo hacían una parada en el medio para comer y no recogían ni dejaban por el camino a ningún pasajero, por lo que a priori era harto complicado realizar esa etapa en varios días. Estoy seguro que se podría hacer, pero tendríamos que ir sin prisas y el tiempo de vacaciones se nos estaba terminando. Por lo tanto al día siguiente nos tocaría aguantar doce horas apretados en un todo terreno con solamente una parada para almorzar y desocupar. La cosa no pintaba para nada atractiva.

Ante la falta de información y la imposibilidad de contratar el transporte con antelación decidimos tentar a Sérgula y pedirle presupuesto. Su respuesta fue contundente.

-No.

Ni media sonrisa ni hostias en vinagre, pensé para mí.

Por lo visto ya no quería continuar con nosotros ni por todo el dinero del mundo, o al menos por el dinero que pensaba que estábamos dispuestos a pagarle. La verdad es que no nos dio la opción ni de ofrecerle pasta gansa, oro, camellos jacks o a la misma Ana. Su negativa era rotunda. Ir a Dusambé suponía desviarse de su ruta camino a casa demasiados kilómetros y no le compensaba. Por lo tanto, al día siguiente madrugaríamos de lo lindo en busca de un transporte para recorrer los 595 kilómetros sin parar ni para mear.

Mansur era un chaval muy risueño. Se alojaba en la misma habitación que nosotros, un cuarto sin ventanas y con literas para unas ocho personas de las cuales, gracias a Dios, solo estaban ocupadas tres: la suya, la de Alberto y la mía. Ana por su condición de mujer disfrutaba de una cama enorme para ella sola en un cuarto contiguo.

El nerviosismo se reflejaba en el rostro del chaval pues al día siguiente comenzaría a cumplirse un sueño que llevaba deseando realizar desde que tenía uso de razón, visitar su país, un lugar en el que no había nacido pero que consideraba su patria, un lugar al que al día siguiente se dirigiría con un equipo fotográfico de primera calidad para inmortalizar las caras, los paisajes y las costumbres que solo había imaginado hasta ese momento de su vida. Al día siguiente entraría en Afganistán.

Mansur había nacido en Londres unos 25 años atrás, en el exilio forzoso de sus padres, que habían huido de Afganistán unos años antes escapando del horror y ante el avance de los talibanes. Fue en una de tantas oleadas en las que los ciudadanos más formados y con mejores puestos tuvieron que abandonar las ciudades ante el avance de los estudiantes islámicos desde las zonas rurales, que rebanaban el pescuezo a todos aquellos que no cumplían el Islam como a ellos se les había antojado interpretar. Su abuela se había quedado en Kandahar, creo recordar, y no la conocía. La idea del joven era la de cruzar la frontera de Eshkashen (esa que nosotros no cruzamos) y recorrerse todo el Wakhan a lomos de un burro con un guía que ya tenía contratado. Como dije antes llevaba un equipo fotográfico de primera y algo que me llamó la atención. A parte de la típica cámara digital con sus correspondientes objetivos llevaba otra analógica y una enorme bolsa llena de carretes fotográficos para poder plasmar todo aquello que le llamara la atención. Ocupaban más los carretes que el resto del equipo junto, pero Mansur proclamaba que la calidad del analógico era infinitamente superior a la digital. Yo como fotógrafo aficionado que comenzó a disparar en la era del carrete y el revelado, no puedo estar más en desacuerdo con esa afirmación, quizá el joven Británico-afgano se sentía atraído por unas técnicas que él no había conocido debido a su juventud, o era un nostálgico de la fotografía, a saber. El caso es que se le veía ilusionado. Nos contó que debido a su aspecto y a que dominaba el Farsi, idioma afgano que casi todos entienden en el país, llegaba a intimar con la gente local de una forma que otro inglés nunca podría hacer. Nos enseñó un book de fotos realizadas ese mismo día en el mercado y nos quedamos con la boca abierta. Retratos de gentes, en su mayoría afganos, con una plasticidad enorme. Llamaba la atención la belleza de sus rostros, en su mayoría curtidos por el sol pero muchos de ellos de cabellos rubios y ojos claros, muy lejos del estereotipo de afgano que cualquier europeo pueda tener en la cabeza. No puedo dejar de pensar en como le iría al chaval en aquel viaje, si habría hecho buenas fotos, si pudo ir a visitar a su abuela o si había cumplido el país de sus antepasados con sus expectativas. No puedo dejar de pensar que en la actualidad Mansur ya no podrá volver a pisar el árido suelo afgano, ya que desde hace un par de años ya no luce la bandera negra, roja y verde en los tejados de las casas del otro lado del río, ahora lo hacen las blancas, un blanco que no representa la paz precisamente, en estos días las banderas que hondean en el corredor y en todas las provincias afganas son la de los talibanes.


Bucólica imagen cotidiana.


A la mañana siguiente, casi de noche, partimos en busca de un transporte hacia Dusambé. Después de muchas negociaciones pudimos comprar un boleto en un todo terreno de nueve plazas en el que viajaríamos once o doce. ¡Si total solo iban a ser doce horas de nada yendo aplastados, se pasarían en un santiamén!

Ana iba incrustada entre diversas gentes en el asiento de atrás, en la tercera fila para ser exactos, lugar que Alberto y yo pudimos evitar porque literalmente no cogíamos. Tras varias discusiones conseguimos el asiento de copiloto, cosa que agradecí enormemente pues llevaba días padeciendo una lumbalgia que me estaba matando, eso sí, deberíamos encajar en ese asiento los dos culos, el de Alberto y el mío, que créanme no son culos enormes pero que si son generosos, pues como dice mi colega somos de la calidad de un tordo: cara fina y culo gordo.

Las primeras seis horas el camino transcurrió como en los días anteriores, a la orilla del río Panj y con Afganistán del otro lado. Para esas alturas el tamaño del Panj era descomunal y la pista por la que nos movíamos estrecha y llena de baches, por lo que en ocasiones el chofer se arrimaba tanto al borde para evitarlos que los pasajeros dábamos un grito creyendo caer hacia las bravas aguas. En numerosas ocasiones hice el típico cálculo mental de las posibilidades que tendríamos si el coche se precipitaba. La caída era minúscula, de un metro más o menos, pero las aguas fangosas estoy seguro que no nos darían ni una oportunidad de salir con vida. Quizás yo mismo fuera el que más fácil tenía la salvación, pues solo debía abrir la puerta y salir al río para que esté me destrozara contra las rocas o me ahogara en las aguas tumultuosas. Los demás, Ana incluida, no tendrían ni la oportunidad de salir del coche.

Recuerdo también haber pensado en esas incómodas horas en los afganos del Wakhan ahora que nos empezábamos a alejar de ellos. Son estos chiítas ismailitas, la rama más moderada del Islam, lo que les permite incluso tomar alcohol, son abiertos y amables como el propio Mansur, que a esas alturas ya estaría montado en el burro seguramente. Duele pensar lo mal que lo estarán pasando hoy en día bajo el yugo talibán, más si cabe cuando nunca en la historia del país tuvieron el control de esa zona.

Emomali Rhamon en chándal en un campo de futbol. Emomali Rhamon vestido de médico en un centro de salud, de militar en un cuartel, de etiqueta en el congreso o vestido con el traje tradicional tayiko en medio del campo. Emomali Rhamon se encontraba omnipresente en cada rincón de Tayikistán, incluida la remota zona del Pamir. No obstante ha sido el presidente del país desde la desintegración de la unión soviética ganando siempre con mayorías aplastantes. Ha sido el típico caso del líder regional comunista que ha sabido cambiar la hoz y el martillo por otros símbolos más modernos para así seguir gobernando con mano de hierro su país, un superviviente.


El señor Don Rhamon.


Entre cartel y cartel del señor Rhamon iban pasando lentamente los kilómetros hasta que llegó la parada para comer en la localidad de Kalaikhum, en un restaurante cuyo comedor se encontraba a orillas del río más azul que haya podido ver en mi vida. Eran tan azules sus aguas que al cruzarse unos cientos de metros más abajo con las grisáceas del Panj se resistían por un tiempo a perder su identidad, creando una línea divisoria perfecta que irremediablemente acababa por desaparecer.

-¡Noooooooooo!

El grito de Alberto resonó en toda el Asia Central.


El río más azul del mundo desembocando en el Panj. Se aprecia la línea donde se juntan el azul y el marrón. Al fondo Afganistán (como no)


Mi amigo se caracteriza por ser una persona muy comprometida con el medio ambiente y a su vez muy tozuda. Como ejemplo decir que jamás coge un ascensor aunque tenga que subir a un octavo, siempre viaja en transporte público aunque tarde el triple en recorrer los trayectos, tiene un móvil del cuaternario, la temperatura ideal de su hogar es la mínima que le permite pasar con vida el invierno y calcula las emisiones de gases de efecto invernadero de los viajes, obligando a sus acompañantes a neutralizarlas invirtiendo el dinero correspondiente en proyectos de captura.

¿Cómo no iba a chillar cuando el camarero limpió la mesa tirando todos los desechos al río más azul que hay sobre la faz de la tierra?

Servilletas, sobras de comida, botellas de plástico…… por tirar casi tira al niño tocapelotas que no paraba de correr alrededor de las mesas.

Ese fue uno de esos casos en los que te das cuenta que la batalla por el medio ambiente está perdida. El único consuelo que nos quedaba era que esas botellas flotantes no llegarían nunca al mar. El Panj unido al Vasjh forman en inmenso Amu Daria que no desembocan en ningún mar. Aunque no siempre fue así.

Antiguamente el Amu Daria llegaba por Uzbekistán hasta un enorme mar interior por el sur. Ese mar era alimentado por el norte por el Sir Daría, otro gran río proveniente de Kazakhstan. En la era soviética ambos ríos fueron divididos en cientos de canales para regar las inmensas plantaciones de algodón de las estepas kazaja y uzbeka, de tal manera que el mar de Aral, un gran mar interior formado por las otrora abundantes aguas, se ha quedado en la actualidad en el 10% de lo que en su día fue. Decenas de ciudades costeras desaparecieron, miles de personas tuvieron que emigrar y otros miles enfermaron debido a los polvos tóxicos del fondo del antiguo mar que el viento arrastra e incrusta en sus pulmones. Pues bien, esa botella nunca llegará a contaminar el citado mar, se perderá entre los cientos de kilómetros de presas de riego que alimentan los cultivos de algodón que llevaron la prosperidad a los agricultores esteparios y miseria a los pescadores en el mayor desastre medio ambiental de la era moderna.

La rebaja por meter dos culos en el mismo asiento durante 595 kilómetros y doce horas fue de unos 5 dólares, menos es nada. Yo al menos pude posar las dos nalgas en el tapizado gris del Toyota, mi amigo llevó todo ese trayecto la palanca del freno de mano clavada en el lado izquierdo de sus posaderas, con claro riesgo de violación en cada uno de los cientos de saltos que el vehículo daba al pasar por encimas de los numerosos baches.

Habíamos conseguido el reto de recorrer los más de 1200 kilómetros de una de las “autopistas” más recónditas del mundo. En mi memoria quedarían las altas montañas, los paisajes estériles, las aldeas pintorescas, las gentes bonitas, los afganos al otro lado del río, mi amigo Noah, el gay buscando wify, el bueno de Sérgula, el ilusionado Mansur, el bibliotecario pesado que se escaqueó de pagarnos unas birras, su madre y el resto de su familia de la cual nos acordamos y tantas y tantas historias vividas en esos días recorriendo la autopista del Pamir.


Tres de los protagonistas de esta historia.

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