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LA FALTA DE SANGRE , UN POCO DE COCA Y DOS VOLCANES PERUANOS.



Tenía frío, llevaba toda la ropa puesta y aún así lo tenía. Siempre he sido una persona friolera, creo que mi bajo ritmo cardiaco tiene algo que ver, o quizás la falta de sangre que siempre me achacaba aquella profesora del instituto de la cual no recuerdo su nombre. Llegó a decirle a mi madre que yo de un infarto jamás moriría, aunque en varias ocasiones he pensado que mejor morir de manera fulminante que hacerlo como parecía que lo iba a hacer aquella noche, poco a poco. Aún faltaban unas horas para que el día arrancara, que no para que saliera el sol, y ya no podía más. Me había puesto la mochila a modo de pantalones en un intento de no perder al menos los pies, con el fin de que mi cadáver llenara la mayor parte del ataúd el día de mi funeral, que no tuvieran que rellenar con papeles de periódico los huecos dejados por los miembros que estaba seguro perdería esa misma noche. Pensando en esas cosas absurdas me dormí, tiritando y con una sensación de tristeza más propia de alguien con problemas depresivos que de una persona que estaba metida en esa tienda de campaña por voluntad propia. Y en la duerme vela soñé muchas cosas, muchas y muy extrañas.

Hay algo en la raza humana que nos empuja a descubrir lo que hay más allá. Por norma general los individuos somos curiosos hasta el punto de que en muchas ocasiones estamos dispuestos a algún tipo de sufrimiento para saciar esa curiosidad descubriendo lugares nuevos. Numerosas personas han pagado con su vida las ansias de explorar, en un impulso irracional que seguramente tengamos dentro desde que el hombre es hombre, o puede que incluso antes.

Todos los animales buscan expandir sus dominios , es algo en lo que les va la vida, necesitan nuevas tierras donde encontrar alimento pues la competencia entre los de su especie y con los de otras se lo exige. Explorar en el mundo salvaje es una mera necesidad, no tiene nada de romántico, o puede que sí.¿Quién sabe lo que pasa por la cabeza del resto de seres vivos?

¿Pero en que momento el hombre y la mujer dejaron de aventurarse en nuevos territorios por pura necesidad y comenzaron a hacerlo por mera curiosidad?

Desde que salimos de África hace miles de años seguramente se han combinado ambas cosas, la necesidad y la aventura. Está claro que el hambre siempre ha sido el impulso definitivo para descubrir nuevos lugares, pero también se puede pensar que ciertos individuos se movieron por el mero hecho de ir más allá, con el ansia de una vida mejor pero también con la curiosidad por bandera. Así hemos llegado a colonizar todo un planeta. Nos hemos adaptado a todo tipo de climas, desde el cálido africano hasta los polares. Salimos de nuestro primer hogar y conquistamos Europa y Asia. Unos pocos valientes desde Siberia atravesaron el estrecho de Bering, seguramente a través del hielo, y se asentaron en América, desde el norte de lo que hoy es Canadá y Estados Unidos hasta la punta sur en la Tierra del Fuego en las actuales Argentina y Chile. Cientos y cientos de años más tarde, otro grupo de pioneros movidos por la fama y las riquezas llegaron de nuevo a América, esta vez en barco y por mar, y la recolonizaron. Más recientemente exploramos los polos, subimos los picos más altos, atravesamos los desiertos más áridos y las selvas más impenetrables, incluso pisamos la luna, aunque ahora mucha gente no lo crea en una escalada por ver quién es el que más duda de todo, una moda que consiste en creerse más listo cuanto más escéptico se es. En todos estos casos los hombres ya no se movían por la necesidad de comer, quizás sí por la de ser más rico, pero no les empujaba el miedo a la inanición, si no el reto. La misma razón por la que yo decidí pasar un calvario por el mero hecho de subir a una alta montaña, una cima que ni tan siquiera era bonita, solo era alta, muy alta, al menos para mis condiciones. Me decidí a ascender por encima de los 6000 metros solo para ver lo que había del otro lado.

El trepar un volcán no era para nada el objetivo de mi viaje a América, solo iba a tratarse de la guinda del pastel de la visita a Perú y Bolivia. De hecho únicamente quería intentar pisar la cima de una montaña que varios años atrás me había parecido bonita en unas fotos, la del volcán peruano Misti, en las inmediaciones de Arequipa.

El viaje comenzó en Cuzco, una ciudad bonita donde las haya y la base de operaciones para visitar el principal monumento de Perú, el Machu Picchu. Como es lógico Ana, que me acompañaba en ese viaje, y yo, visitaríamos la ciudadela Inca, pero antes debíamos vencer a un enemigo invisible que nada más poner pie a tierra nos comenzó a robar la salud. La altitud hacía de las suyas. Cuzco se asienta a más de 3400 metros sobre el nivel del mar, lo que puede parecer poca cosa si lo comparamos con las cimas de las montañas más altas, pero creedme que es suficiente para dejarte cao unos días debido al mal de altura. Habíamos aterrizado por la mañana temprano y llegábamos extenuados de un viaje de más de 30 horas desde nuestras casas en España. Con la adrenalina del viajero el cansancio se convertiría en algo secundario, solo teníamos que hacer un poco de tiempo mientras desayunábamos para que nuestro alojamiento abriera las puertas y después de eso conoceríamos la ciudad. Pero en pleno desayuno empezamos a notar los síntomas. Ya estábamos familiarizados con ellos desde un viaje anterior a Cachemira, por lo que enseguida comprendimos que íbamos a sufrir. Dolor de cabeza, náuseas y un cansancio muscular, que en parte era debido a las horas de viaje, se presentaban como las molestias principales. A cada minuto que pasaba el malestar iba en aumento, hasta el punto de que ya habíamos decidido que pasaríamos el día en la cama acostumbrando nuestro organismo a esas condiciones en vez de disfrutar de la magnífica ciudad peruana.

-Se les ve cansados. – Nos dijo la dueña del local en un perfecto español con un ligero acento alemán.

-¿Llegan hoy a Cusco?

Le respondimos afirmativamente y le explicamos que el mal de altura nos estaba afectando más de lo previsto.

-Amigos, no se preocupen, yo tengo un remedio que de seguro les hará bien.-Dijo con cara sonriente.

-Ustedes lo que nesesitan es un matesito, un matesito de coca y santas pascuas.

(Puede que lo de santas pascuas me lo esté inventando)

Nunca habíamos ingerido la coca por esa vía, y en mi caso por ninguna otra, por lo que al principio fuimos un poco reticentes.

- No se preocupen, no es nada ilegal, ustedes la toman y ya verán que bien se sienten en un santiamén.

( Lo de santiamén seguro que me lo he inventado)

En un momento teníamos un par de infusiones a nuestra disposición que nos bebimos rápidamente, con poca fe pero también sin nada que perder.


Mate de coca.


Como por arte de magia y en cuestión de uno o dos minutos, todos los males desaparecieron. ¿Cómo era posible tal cosa? Estábamos como nuevos ¿Quién dijo que la droga es mala?

La alegría de la alemana era tan grande que su inmensa sonrisa casi le cubría el rostro.


- Se los dije. -Decía riendo.

- Pueden tomar siempre que se encuentren mal, no es mala, no tengan miedo.


Salimos contentos del establecimiento dispuestos a comernos el mundo, éramos unas personas nuevas aunque también unos potenciales cocainómanos. Después de toda una vida huyendo de las drogas en un barrio donde demasiados conocidos sucumbieron a ellas, me había convertido en un consumidor. Solo la había probado una vez, pero sospechaba que lo haría muchas veces más a lo largo de ese viaje, como así fue.


La verdad, que aunque no fuera mi prioridad la escalada al volcán, había planificado el viaje para que en caso de hacerla llegar a ella en las mejores condiciones posibles. No se trataba de entrenar, si no más bien de ir aclimatándome poco a poco a la altitud, para que cuando llegara el momento el mal de altura no me impidiera culminar con éxito mi reto personal, que no era otro que subir a la cima del Misti. Para tal fin diseñé la ruta ganando altura paulatinamente, de tal forma que el día D lleváramos al menos diez días por encima de los 4000 metros. Decidimos por lo tanto comenzar el viaje en Cuzco (3400 m s.n.m.) ver el Machu Picchu (2000 m s.n.m.) visitar Puno a las orillas del lago Titicaca (+/- 4000 m s.n.m.) a continuación cruzar la frontera boliviana por Copacabana también a orillas del lago, desplazarnos hasta La Paz (3700 m s.n.m.) de ahí iríamos al salar de Uyuni a la misma altitud que la capital, visita al P.N Eduardo Abaroa (4000/5000 m s.n.m.) y por último por tierra y vía Puno llegar a Arequipa (2300 m n.s.m.) ciudad que sería la base de operaciones en mi intento de ascensión ¿No era para tanto no?


Aquella tarde/noche en Puno era gélida. En nuestra supina ignorancia habíamos imaginado que en Perú no hacía tanto frío, que el invierno a casi 4000 metros de altitud no sería para tanto, ahora miro atrás y no se me ocurre una razón coherente para haber razonado de esa manera aquellos días, pero así fue. Estaba claro que no iba a utilizar los dos pantalones cortos y el bañador que había metido en la mochila en todo el santo viaje, aunque en mi cabecita aún había alguna esperanza de vestirlos al final del mismo, cuando después de subir mi montaña bajaríamos hacia la costa en las últimas etapas de la aventura. Bendita ignorancia, lo cierto es que acabamos con el plumífero tomando el sol en las playas del Pacífico.

Después de recorrer varios hoteles encontramos uno que parecía tener agua caliente. Llevaba duchándome en agua fría o templada desde el principio del viaje y mis huesos ya lo estaban empezando a notar. No estaba dispuesto a meterme debajo de una ducha de esas que tienen en la flor una resistencia eléctrica que apenas calienta y que te puede electrocutar en un descuido. Nos costó mas de una hora pero lo logramos, teníamos agua caliente. Salimos por lo tanto a pasear y a ver cómo la gente local se divertía bailando a cero grados en plena calle, pues había una especie de celebración y la música andina sonaba en la plaza de armas. Era curioso ver cómo al contrario que en España, eran los hombres los que más bailaban el baile típico, mientras las mujercitas esperaban a cierta distancia modositas y vergonzosas. Tal era el frío, que la música invitaba a moverse, por lo que nos decidimos a acompañar el ritmo mientras nuestro cuerpo entraba un poco en calor y lo que era más importante, se aclimataba casi sin darnos cuenta a la altura, sin apenas resentirse por cada metro que ascendíamos. Y en caso contrario un mate de coca y a circular.


Orillas del lago Titicaca.


Es el lago Titicaca el más alto lago navegable del mundo. Es tan navegable que incluso surcan sus aguas barcos de guerra de las dos naciones soberanas que comparten sus aguas, Perú y Bolivia. Son curiosas las historias de cómo llegaron los barcos hasta esa altitud, todos a piezas y algunos, los primeros, en burros, pues el ferrocarril aún no existía. Quizá uno de los más famosos fue un torpedero chileno enviado por ese país para hundir los buques peruanos en los últimos coletazos de la guerra del Pacífico, disputada entre Chile y Perú y con un espectador de lujo, el otro vecino de lago, Bolivia. Esta última nación siempre colaboró con su país vecino y los chilenos lo sabían, por lo que mandaron el torpedero para terminar la guerra de una vez por todas. Los bolivianos estaban a la espera de una salida al mar como regalo de Perú si salía ganador del conflicto, pero no fue así y a día de hoy siguen siendo un país de interior. No es inconveniente no tener mar para tener armada, pues Bolivia la tiene, y eso sin contar con un solo metro de playa, pero sí con parte del lago navegable más alto del mundo y una cuenca fluvial amazónica de miles de kilómetros.


El mal de altura aún se dejaba notar a las orillas del Lago y decidimos pasar un par de días en Copacabana, la cutre, no la de Brasil, una suerte de pueblo andino a orillas del lago donde los capitalinos de la Paz veranean a falta de una playa mejor. Un lugar curioso y para mí con mucho encanto.


La Copacabana boliviana a orillas del Titicaca.


Los días posteriores el plan siguió cumpliéndose a rajatabla:

La Paz, Uyuni y Eduardo Abaroa, lugar donde todo estuvo a punto de irse al traste. Fue en ese lugar de ensueño donde por fin la altitud había dejado de ser un problema. Pasábamos largos periodos del día a 5000 metros y nuestro cuerpo no notaba nada, era como si estuviésemos en nuestra Ponferrada natal, ya casi no nos hacía falta la coca, solo la tomábamos de vez en cuando en las reuniones sociales por pura cortesía.


-Yo la dejo cuando quiera. – Me decía a mí mismo.

-Me estoy quitando. -Le decía a los demás.


Por esos días habíamos hecho una pequeña amistad con un grupo que viajaba con nosotros en el mismo todo terreno y con una australiano al cual nos encontrábamos de vez en cuando.


Salar de Uyuni desde la isla Incahuasi.


Dos chicas alemanas estudiantes de español y dos escoceses que eran la monda fueron nuestros compañeros de habitación y de juegos, todos ellos acompañados de unas buenas dosis de bebidas alcohólicas conseguidas por los británicos, que tenían una habilidad innata para encontrarlas en medio del desierto que era asombrosa. De repente llegaban lo mismo con unas botellas de vino que con una de whisky o varias cervezas frías. Sin tener ni idea de español eran capaces de llegar a tratos con los pocos habitantes o posaderos que nos encontrábamos en el altiplano, hasta el punto de que nunca faltaba bebida en las frías noches de los refugios.


El día de la separación del grupo fue algo triste. Nos encontrábamos en la frontera más extraña que he visto en mi vida. A 4480 metros de altura se encuentra el paso llamado Hito Cajón y los escoceses habían contratado el tránsito a Chile a través de él, en dirección San Pedro de Atacama. Era una idea que había rondado en mi cabeza incluso antes de comenzar el viaje y la verdad es que me apetecía enormemente. Una caseta desvencijada hacía las veces de edificio fronterizo boliviano. Más allá, a unos cien metros una barrera levadiza en medio de la nada actuaba como frontera. Tentados en acompañar a nuestros nuevos amigos y dejar plantadas a las amigas nos acercamos a la supuesta línea divisoria. Cruzamos de un lado al otro y del otro al uno varias veces, pues allí no había nadie, solo los militares bolivianos despreocupados observaban en la lejanía, dándoles lo mismo si te ibas o te quedabas. Los chilenos a más de 4 kilómetros de distancia en una zona más baja y por lo tanto menos inclemente ni tan siquiera sabían que nos encontrábamos allí. Por lo tanto, teníamos enfrente 4000 metros de tierra de nadie que invitaban a cruzarlos sin permiso alguno. Ese podría ser un buen problema, y el otro, sin duda, sería que si nos íbamos a Chile y de allí por la costa a Perú, perderíamos toda la aclimatación ganada en los días previos y mi intento por subir al volcán seguramente acabara en fracaso. Todo se iría al traste. Empujado un poco por este hecho y un mucho por no convertirnos en unos sin papeles, decidimos seguir con el plan primigenio de vuelta a Uyuni con las chicas alemanas, después a La Paz, Puno y finalmente Arequipa, base de operaciones de la escalada.


Puesto fronterizo Hito Cajón. Edificio boliviano.


Barrera fronteriza entre Chile y Bolivia.


Es Arequipa posiblemente la ciudad más moderna de todo Perú, asentada en una zona fértil debido a las cenizas volcánicas que se han depositado a su vera durante miles de años, no obstante está rodeada de volcanes extintos y algunos solamente dormidos, de los cuales el que más llama la atención sin duda alguna es el Misti, mi reto. Se trata de un cono volcánico perfecto, como el que un niño pequeño dibujaría si le pides que dibuje un volcán. Sin vegetación y formado principalmente por ceniza es el signo de identidad de la ciudad de Arequipa, se sienten orgullosos de él, pero tiene un pequeño defecto, adolece de metros.

Como os conté anteriormente mi intención era ascender a esa especie de cucurucho invertido, por lo que nada más llegar a la ciudad y después de tomarme un zumo de frutas en el mercado, fui a una agencia especializada para contratar una excursión a su cima. En realidad fue la agencia la que vino a mí, pues paseando por la plaza de armas un español nos abordó al oírnos hablar, a sabiendas de que compartir patria le podría ayudar a vender uno de los paquetes disponibles en la agencia de viajes para la que trabajaba. La cosa le resultó bien, aunque no le fue para nada sencillo lograr su objetivo. Como os dije antes al Misti le faltaba algo, en concreto 178 metros para llegar a los 6000 de altura. Nuestro amigo español nos contó que no habría ascensiones a esa cima en los próximos días, que en realidad se subía poco por tres razones: la primera porque la superficie de arena hace el trekking muy fatigoso, la segunda porque hay que superar un desnivel de casi 2500 metros en dos días y la tercera, sin duda la más importante, es que muy cerca de él hay otra cima más alta y más sencilla de ascender, la del Nevado del Chachani.

Yo, como soy un poco cabezón seguí buscando por todas las agencias a alguien que me llevara al Misti, pues tenía metida la idea entre ceja y ceja desde hacía años. Resultó ser una tarea imposible.

-Señor ¿Para que quiere haser ustés un esfuerso tan grande? ¿No piensa que es mejor subir a la otra sima que tiene más de 6000? (Leer con acento peruano)


Esa era la pregunta que todos me hacían a modo de respuesta. Pocos turistas se planteaban esa ascensión, pues no es lo mismo subir a 5822 metros que a 6057. En el Instagram, el Facebook, tik tok etc, queda mucho mejor el haber sobrepasado la barrera de los 6 kilómetros, aunque sea un ascenso mucho más fácil y menos bonito. Tuve por lo tanto que hacer de tripas corazón y unirme a una expedición multinacional al citado nevado que partiría al día siguiente. El españolito se había salido con la suya y yo nunca pisaría mi cima anhelada.


Volcán Misti. Arequipa a sus pies.


La aproximación al campo base del nevado del Chachani es bastante pesada, todo lo pesada que se puede hacer subido en un todo terreno. La verdad es que se tardan unas horas en llegar hasta los 4600 metros aproximadamente, con mucho polvo, baches y curvas, pero con un ahorro de energía inmenso al no tener que hacer esos kilómetros caminando. A partir de ese momento y ya avanzada la mañana, comenzaba la verdadera aventura. Deberíamos portar todo el material hasta el campo base a unos 5200 metros de altitud y unos diez o doce kilómetros de distancia. No parece demasiado pero el peso y la altura a la que nos encontrábamos no lo hicieron sencillo. Yo iba cargado con una tienda de campaña, un saco de dormir y mis pertenencias, lo que podrían ser unos diez o doce kilos. Comenzamos a caminar despacito, como mandan los cánones en el mundo de la montaña, paso corto. En ese momento la hidratación era lo más importante, todo el líquido que pudiésemos ingerir era bueno para nuestro organismo por partida doble. Con ello combatiríamos el mal de altura al tiempo que quitábamos peso de nuestras espaldas. Orinarlo de forma constante también es de vital importancia por las mismas razones.

La verdad que no me encontraba mal del todo. La cabeza ya empezaba a doler y las piernas temblaban un poco, al mismo tiempo que la respiración se hacía jadeante, pero nada fuera de lo normal. Aunque había pasado varios días a esa altitud sin pasar calamidades, también es cierto que lo había hecho a bordo de un coche y no caminando cuesta arriba con diez kilos a la espalda. El ritmo lento y las frecuentes paradas hicieron que la travesía al campo base se hiciera larga pero no demasiado exigente.


El grupo estaba formado por seis personas contándome a mí mismo. Los primeros eran una pareja de Bielorrusos, unos chicos jóvenes y atléticos que parecía que estaban en forma. Otra pareja de treintañeros holandeses y un norte americano más o menos de mi edad (algún año más que los demás aventureros pero bien llevados) completaban la pequeña expedición. Dos guías nos acompañaron desde el coche hasta el campamento y otro, el experto, nos esperaba allí arriba.

Julio llevaba un tiempo subiendo turistas a la cima del volcán a días alternos. Al poco tiempo de verme hizo buenas migas conmigo, parece ser que le caí bien pues comenzó a hablarme casi en exclusiva, quizás porque era el único hispanohablante de todos los clientes. De los otros dos guías no recuerdo el nombre, solo se que uno era gordito y otro un chaval flacucho que estaba aprendiendo el oficio y se pasaba el rato escuchando canciones de Hombres G, en su “selular” o en la radio del carro.

Nada más llegar montamos el campamento, aún eran las dos de la tarde pero lo hecho no corría prisa, y la hora de irse a la cama sería nada más que el sol se escondiera entre las cinco y las seis.

En realidad el volcán Chachani es una enorme caldera volcánica apagada y colapsada en cuyos bordes varias cimas rondan los 6000 metros, pero solamente una de ellas los sobrepasa, la noroeste que con 6057 ha adoptado el nombre de todo el complejo. Las vistas eran impresionantes, cimas rocosas y con laderas cortadas o de ceniza, que incluso eran más hermosas que la más alta de ellas, la cual se intuía a un kilómetro por encima de nuestras cabezas.


- Julio ¿Como se llama aquella montaña de enfrente? – Le pregunté al guía jefe.

- Eso es el pico los Ángeles. Es una de las cimas del Chachani.

- Hay más. La Trigo, Horqueta, Fátima, la Noroeste que subiremos mañana.

- ¿Y es difícil subir a ella? -Le dije.

- Es más complicada sí. – Respondió serio.


Le pregunté por donde se subía y cuando sería la próxima ascensión, mostrando un falso interés, pues tenía claro que ni loco lo iba a hacer en los dos días que me quedaban de estancia en Arequipa.


-Amigo. No hay ascensiones comerciales a ese pico, solo sube gente que va por libre, alpinistas locales por ejemplo. Aunque si me pagas lo suficiente yo te llevo.


Al ver mi cara de perplejidad me dijo algo que ya había escuchado anteriormente.


- Nadie quiere hacer un esfuerzo más grande que el que vamos a hacer nosotros mañana, para subir a un pico más bajo.


Con eso quedaba claro porque no había podido subir tampoco al Misti. Los turistas prefieren pagar por una expedición que los suba más alto aunque sea a un lugar menos hermoso.

Mientras los chicos cocinaban una rica sopa y una cena ligera, continué charlando con Julio y con los demás viajeros saboreando un mate de coca, el cual nos ayudaba a asentar la cabeza y la "pansa" y del que puede que ya fuera una especie de adicto. Nos preguntó Julio a cada uno de nosotros donde habíamos estado los días anteriores. Yo le conté mi proceso de aclimatación no sin disimular mi orgullo, aunque un poco temeroso de que no le pareciera al guía un buen plan. Los Bielorrusos habían estado por la zona subiendo picos menores, el americano había ascendido 5 días antes otro volcán de casi 6000 metros y los holandeses habían estado tomando el sol en las playas de Paracas.


-Estos dos mañana no aguantan ni un kilómetro. -Me dijo Julio en voz alta sabiendo que los pobres no entendían ni papa de español.

-Eso si sobreviven a esta noche. – Comentó riéndose a su cara.

- Ya les dije que no comieran tanto. Llevan sin parar de comer desde que vinieron y no es bueno llenar el estómago de alimentos pesados.

- Pero haya ellos.


Julio no disimulaba una cierta antipatía ante todos y cada uno de sus clientes excepto hacia mí, cosa que ellos habían captado aún sin entender ni una palabra de español.


-¿Has visto la tienda de campaña que trae el gringo?

- Va a pasar más frío que un tonto esta noche. Le he dicho que duerma contigo en la tuya, pero ni caso.

-Haya él.- Sentenció.


Yo en realidad prefería estar solo que con un gringo desconocido, aunque no parecía mal hombre.


-¡Ya esta la cena amigos!


A ritmo de Hombres G nos habían cocinado un revuelto de huevos con verduras y la sopa ligerita, de bebida mate de coca, como no.


¶¶¶¶¶ Vamos juntos hasta Italia quiero comprarme un jersey a rayas............¶¶¶


Campo base 5200 metros de altitud.


Tenía frío, llevaba toda la ropa puesta y aún así lo tenía. Siempre he sido una persona friolera, creo que mi bajo ritmo cardiaco tiene algo que ver, o quizás la falta de sangre que siempre me achacaba aquella profesora del instituto de la cual no recuerdo su nombre. En ese momento echaba de menos muchas cosas, una cama, calor y alguien a quien abrazar. Abrazaría de buena gana al yanki si llamara a mi puerta en busca de calor, si es que seguía vivo el hombre. ¡Quién pillara el jersey a rayas!

Tras unas horas interminables el reloj marcó la una de la madrugada, hora de levantarse y prepararse. Saqué mis piernas de la mochila y salí del saco. No tenía que vestirme ni calzarme, pues ya tenía toda la ropa puesta, solo estaba deseando ponerme en movimiento para entrar en calor. El dolor de cabeza era insoportable. Una cosa es estar a 5000 metros un rato y otra pasarse la noche entera y el medio día anterior a 5200. El mal de altura nos estaba pegando fuerte a todos menos a los guías, que estaban preparando el desayuno mientras cantaban la de Marta tiene un marca pasos haciendo los coros al teléfono móvil del flaco.

Por suerte Julio nos preparó el elixir mágico con la hoja de coca y de repente se nos pasaron todos los males. Es increíble cómo esta planta te puede curar tan rápido, aunque lamentablemente a los pocos minutos de comenzar la ascensión la cabeza nos volvería a molestar. No era infalible la pócima.


Julio delante, el flaquito detrás, el más orondo en el centro y todos en fila india comenzamos la ascensión en plena noche con los frontales alumbrando delante de nuestros pies. La idea era llegar a la cima un poco antes de que se hiciera de día para ver amanecer desde los 6057 metros de altura.

El ritmo era lento, paso corto y respiración acompasada. Yo soy un especialista en el arte del escaqueo y en reservar energías, por lo que el ritmo me venía fenomenal. No habían transcurrido 300 metros y de repente la holandesa decide no seguir. Estaba vomitando, y viendo que no iba a llegar mucho más lejos y aún con las tiendas de campaña a la vista decidió darse la vuelta. La acompañó el flaco en la oscuridad, que en menos que canta un gallo estaba de vuelta, quizás por eso mismo, porque era demasiado temprano para que ningún gallo cantara.


- Te lo dije Víctor.

- Y a su señor le queda poco más que sufrir. -Me dijo Julio con una sonrisa en la boca.


Con el grupo incompleto seguimos caminando hacia la cima.

Rápidamente el sendero se fue empinando. Teníamos que ascender casi mil metros y no podía ser de otra manera. A pesar de que el pionero que trazó la ascensión había tratado de hacer un recorrido lo más serpenteante posible y por lo tanto más cómodo, la subida era constante. Yo de momento me encontraba bastante bien, aunque el más fuerte de todos era sin duda el Bielorruso, que junto a su guapa y atlética novia iban justo detrás de Julio amenazando con adelantarle. El holandés de momento aguantaba muy a pesar del guía que estaba deseando ratificar su apuesta.

Yo sinceramente no veía por ningún lado el placer de ascender de noche. No se ve nada a excepción de las botas del que te precede, hace mucho frío y para colmo vas medio dormido. La única ventaja ese día fue que había entrado en calor en vez de yacer temblando dentro del saco de dormir. Si la razón de andar por la montaña a oscuras era la de disfrutar del amanecer en la cima, aún lo veía más ridículo. Hace años que tengo la teoría de que los amaneceres están sobrevalorados. Quitar horas de sueño para ver cómo sale el sol en unos minutos nunca me ha compensado. Si no lo hizo en los templos de Anchor, en la sabana africana o en las montañas de mi tierra, mucho menos lo iba a hacer en ese sitio inhóspito con el frío metido en los huesos.

De repente y sin previo aviso la bielorrusa quebró. Parecía que iba fuerte pero en realidad sólo aguantaba el ritmo de su novio que claramente no era el suyo. No tenía fuerzas y se daba la vuelta. A diferencia de la holandesa había aguantado unos kilómetros, por lo que el campamento ya no estaba lo suficientemente cerca como para que el guía que la acompañara en el descenso regresara con el grupo, por lo que Julio nos presionó para que si alguien se encontraba débil se retirara en ese momento y no unos minutos más tarde. Todo lo hacía encaminado a no quedarse él solo con tres o cuatro personas y que una de ellas se sintiera indispuesta y tuviera que acompañarla de vuelta. Eso significaría que todos nos tendríamos que retirar pues era imposible seguir el camino sin un guía que te llevara por la senda hasta la cima.


- ¿Estáis seguros de que todos podéis continuar? – Preguntó julio mirando directamente a la cara del holandés.


Éste, apartando la mirada no hizo ademán de darse por aludido por lo que el guía regordete se fue con la chica y nos quedamos los cuatro varones junto con el flaco y Julio.

La cara de preocupación del guía era evidente. Faltaba demasiado para el final del trayecto y solo quedábamos 4 viajeros y dos guías. A eso había que sumarle que en su fuero interno él sabía que era cuestión de tiempo que el holandés se diese la vuelta dejando a la cuadrilla vendida con un solo profesional para cuidar a tres montañeros.

Así continuamos los siguientes minutos. En esos momentos el bielorruso seguía primero después de Julio, bien pegado a sus talones, después iba yo y sorprendentemente el holandés aguantaba. El que parecía sufrir más de lo normal era el gringo, que iba tosiendo constantemente y haciendo Paradiñas a cada instante. Era sin duda el siguiente candidato a la retirada. Los metros fueron pasando y pesando hasta que la montaña se cobró otra víctima. El holandés había explotado. Parecía que iba bien hasta que se sentó y ya no se pudo levantar. El enfado de julio era enorme. En su interior sabía que eso iba a suceder tarde o temprano y la única solución posible era la de mandar al flaco con el holandés y hacerse cargo él del resto del trayecto, lo que significaba que si le sucedía algo a alguno de los tres supervivientes que quedábamos la expedición entera se iba al garete.


- ¿Que tal vas gringo? -Le dijo al americano.


Tenía claro que sería la siguiente baja y estaba casi seguro de que no llegaría arriba, por lo que le insistió hasta la saciedad.


- Lo mejor es que te des la vuelta con el flaco, de lo contrario no podrás retirarte hasta llegar a la cima.


El gringo, que parecía a punto de desfallecer le dijo que ok, pero que estaba como nunca y que aguantaría. Seguimos pues los cuatro en busca del sobrevalorado amanecer.

A los 5800 metros de altitud cualquier traspiés significa tener que parar y respirar profundamente cuatro o cinco veces antes de volver a arrancar. Para esas alturas mi corazón amenazaba con saltar en mil pedazos y realmente empecé a dudar de mis posibilidades, me venía a la cabeza el marcapasos que decían que tenía Marta y que tan bien me vendría a mí en esos momentos.

Quedaba tan poco pero al mismo tiempo se veía tan lejos que se me antojaba imposible llegar arriba. La cosa por detrás era peor. El americano iba descolgado unos 30 metros tosiendo como si tuviera un pulmón roto (puede que los dos) y para mi sorpresa el tío más fuerte del grupo comenzaba a sufrir. El bielorruso se estaba quedando unos metros por detrás de Julio y de mí. De repente era yo el más fiable de todos, exceptuando al guía que caminaba silbando “El condor pasa” la famosa melodía tradicional andina.

Yo seguía caminando lo más despacio posible, no se podía avanzar más lento y aún así sacaba ventaja a mis compañeros, el secreto supongo que era que me paraba menos que ellos.

La cima Noroeste del Chachani se caracteriza por la falta de nieve. Hasta hacía diez años unos pequeños glaciares sobrevivían cerca de la cumbre, pero ya habían pasado a mejor vida. Eso unido a la falta de precipitaciones típicas del lugar hace que sea difícil pisar hielo hasta las últimas estribaciones de la montaña, y eso si hay suerte. Por lo tanto, en el momento en que pisé una plancha blanca de nieve congelada fui consciente de que la cima estaba cerca, ya solo faltaban unos cien metros y lo íbamos a conseguir. En unos minutos Julio me estrechó la mano y me dio la enhorabuena, al momento llegó mi compañero bielorruso y unos cinco o diez minutos más tarde el gringo, que había sufrido como nadie pero lo había conseguido, era un tío duro sin duda.


- Te dije que los holandeses no llegaban Víctor, jaja. -Me dijo Julio de repente con cara de satisfacción.

- Comieron demasiado ayer y lo peor, no se puede subir de cero a 6000 metros en tres o cuatro días, la aclimatación es imprescindible para conseguirlo.


En ese momento me sentí orgulloso de mí mismo por el plan que había ideado, más que por mis facultades físicas y mi capacidad de sufrimiento.

El mayor problema después de alcanzar la cima era el frío. Yo me quería dar la vuelta al instante, pues como ya dije antes y para mi modo de ver los amaneceres no valen lo que se paga por ellos, y más cuando estás a -20° C y con un aire gélido golpeando tu cara.

Julio me insistió sobre manera para quedarnos un rato más y mis compañeros, más calurosos que yo, no iban a moverse hasta ver al astro rey salir por el horizonte. Me gustaría verlos si sufrieran de la falta de sangre que yo padezco, seguro que no les parecía tan buena idea lo de esperar.

Había cargado todo el camino con mi cámara réflex colgada al cuello para hacer las fotos pertinentes en la cruz de la cima. Un kilo y medio de lastre para inmortalizar el momento, pero supongo que la ocasión lo merecía. Al sacarla y disparar me di cuenta de que no tenía batería. Un pequeño error sin importancia pues tenía otra en el bolsillo del pantalón. La cambié con riesgo de perder los dedos de mis manos, apreté el botón pero la cámara no respondió. Ambas baterías se habían descargado por culpa del frío extremo. Pero no todo estaba perdido. Aún tenía el móvil bien pegadito a la piel debajo de tres o cuatro capas de ropa, a unos 37 grados, supongo que los mismos que tendría mi propio cuerpo. Tuve que quitar de nuevo los guantes, encendí el aparato y le pedí a Julio que me sacara una foto aún en la penumbra de la cima. Solo pudo hacer una antes de que la batería se muriera, y lo que es peor, la pantalla había estallado debido al contraste de temperatura. Pasó mi móvil de la temperatura corporal a los 20 bajo cero en unos segundos, no lo aguantó y eso que era un Nokia.


Cima del volcán Chachani.


Después de quince minutos de sufrida espera por fin le dio al sol por salir. Desde la cima se veía la ciudad de Arequipa a nuestros pies, a nuestra espalda los otros picos de la antigua caldera y en todas las direcciones un horizonte lejano, una bonita vista que me hizo perder un minuto aproximadamente antes de comenzar el descenso. Otro amanecer más.

Lo bueno que tenía esa ruta era que desde la cima casi se veía en la lejanía el campamento, donde seguramente y en ese instante dormían la mona los holandeses y la joven bielorrusa. Solo había que descender por una interminable colada de ceniza unos cuantos kilómetros para llegar a la ahora cálida tienda de campaña, calentada por los rayos de sol de la mañana.

Con el beneplácito de Julio comencé a descender por mi cuenta, corriendo, clavando los pies en las arenas como tanto me gusta hacer cuando corro por ese tipo de terrenos en las montañas de mi tierra. Por primera vez estaba disfrutando de lo lindo en ese paraje. Era de día, hacia sol y podía observar el paisaje mientras me acercaba a mi destino, era inmensamente feliz, pero no tanto por haber conseguido el reto como porque se acabara ese sufrimiento. Después de una hora y media de brincos llegué al campo base. Con las piernas cansadas por el esfuerzo del descenso y con ganas de acostarme al calor de invernadero de mi alojamiento. Dormí dos horas y media que me reconfortaron enormemente. Al cabo de ese tiempo el hambre me despertó. Me encontraba recuperado casi por completo, no tenía mal de altura y el frío había abandonado los tuétanos de mis huesos, donde llevaba enquistado desde el día anterior. Era hora de comer.

Justo al salir de la tienda llegaba el colega bielorruso, el gringo aún tardó media hora más, estaban desencajados preguntándose como demonios podía bajar yo las laderas tan deprisa. Les tuve que explicar que había sido un poco por una habilidad innata que siempre tuve para descender y un mucho por escapar de aquella cima a la que había subido solamente para ver lo que había más allá, la misma razón que habían esgrimido con anterioridad tantos y tantos hombres a lo largo de la historia de la humanidad.


El descanso después del reto.

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