top of page

UNA DE RUSOS Y OSOS POLARES.


Aquel día me quedé perplejo. Creo que era lunes, la cena se cocinaba en el horno mientras yo estaba ojeando las noticias del mundo cuando una de ellas llamó mi atención. Di otro sorbo a la cerveza y continúe descifrando la noticia de la BBC. A pesar de ni nivel “medio” de inglés, la cosa estaba clara. Un oso polar acababa de atacar a un monitor en un camping en la ciudad de Longyearbyen, el resultado había sido nefasto: el hombre y el oso resultaron muertos. No son raras las incursiones de los plantígrados blancos en las proximidades de la pequeña capital noruega, pero normalmente se les detecta y se les aleja, ya sea por las buenas o por las malas (estás últimas consisten en sedarlos y trasladarlos en helicóptero a un lugar adecuado) pero ese día el oso se coló sin que nadie lo viera y mató al joven movido por un instinto primario: el de alimentarse. Eso me hizo recordar que tan solo un año antes yo me encontraba en ese mismo lugar buscando precisamente el encuentro con un oso blanco, aunque lógicamente no tan de cerca como el que había experimentado el protagonista del suceso.

Era de noche y no podía dormir, habíamos llegado al coqueto hotel de madera a las tres de la mañana y hasta el momento no había sido capaz de conciliar el sueño. En la calle, justo enfrente de la habitación y al amparo de la noche, una pareja de jóvenes flirteaba despidiendo lo que parecía haber sido una jornada de fiesta, una señora cruzaba la carretera con su mascota seguramente en busca de un lugar adecuado donde esta se pudiera aliviar y un vecino fumaba con la mirada perdida. Si la noche hubiera sido normal, no habría podido ver a la pareja besándose apasionadamente, al hombre tirar la colilla al suelo, ni a la señora dejar abandonada la cagada de Bobby después de mirar a un lado y al otro en busca de posibles testigos de su fechoría. Si la noche hubiera sido normal en ese momento yo estaría durmiendo, ajeno a todas esas pequeñas historias. Pero no lo era, pues en el mes de junio en las Islas Svalbard la noche carece de oscuridad, pues simplemente no existe.

Los osos polares son unos animales majestuosos. Siempre he querido observarlos en libertad, pero la cosa no es para nada sencilla, pues hay pocos lugares en el mundo donde se pueda hacer sin dejarte los ahorros de toda una vida en el empeño y uno de esos sitios son las Islas Svalbard. Corría el año 2019 y por mi sangre aún circulaba la fiebre polar tras la visita unos meses atrás al continente antártico. Estaba tan en las nubes con los mundos de hielo y silencio que en el calentón decidí tirar hacia la otra parte del planeta. Así que contraté un pequeño crucero de cuatro días por los alrededores de la isla de Spiztberguen, la más grande del archipiélago, un lugar inhóspito muy por encima del círculo polar ártico y a tan solo unos 1300 km del mismísimo polo norte.

No era una excursión excesivamente cara, como si que lo había sido la del otro polo, pero aún así el desembolso era importante, máxime cuando el nivel de vida en las Islas es alto, más aún que en el resto de Noruega.

El Coal Mine hotel quedaba unos dos kilómetros a las afueras de la pequeña capital, teníamos toda la mañana libre y queríamos aprovecharla al máximo, pues los días en el archipiélago iban a ser escasos. Al medio día, después del almuerzo que por supuesto no estaba incluido, nos recogerían para llevarnos a dar una vuelta por las inmediaciones de Longyearbyen, con anterioridad a embarcar en el navío que sería nuestra casa durante los próximos días.

Las Islas Svalbard son uno de esos puntos geográficos del planeta cuanto menos curiosos. Como comenté antes pertenecen de facto a Noruega, que las administra como una parte más de su territorio, pero tienen muchas peculiaridades. En virtud de un tratado firmado por varias naciones en 1920 de las que hoy existen 46, se reconoció la citada soberanía de las islas además de otras muchas cosas: como por ejemplo que todos y cada uno de los países firmantes podrían acceder a sus recursos, tanto terrestres como marítimos, y que todos sus ciudadanos pudieran circular libremente sin ningún tipo de restricción. En la práctica a día de hoy esto supone que de los 3000 residentes de las islas, solo el 60% sean noruegos y que tengamos 40 nacionalidades representadas, lo que viene a ser una pequeña torre de Babel. En cuanto al tema de los recursos hay una nación que ejerce su derecho de forma estricta, un incómodo vecino que a buen seguro y a día de hoy casi ningún país occidental gustaría de tener: Rusia.

En esos días no tenía la menor intención de concebir un hijo y mucho menos la de morirme por esas tierras. Aún así, aunque me diera por engendrar o fenecer allí, ni una cosa ni la otra serían posibles, pues en Svalbard no está permitido ni nacer ni morir, cosa evitable la primera y difícil de controlar la segunda a mi modo de ver. Las leyes existentes impiden que las mujeres den a luz en las Islas y estas son trasladadas a la parte continental de Noruega más que nada por un tema de seguridad, pues el hospital local es poco más que un ambulatorio. En cuanto a lo de morirse hay otras razones, algunas relacionadas con el gran oso polar.

El trayecto que llevaba desde el hotel a la ciudad era largo para ir caminando, unos dos kilómetros como dije anteriormente. A los pocos metros de la carretera principal salía un camino de tierra a mano izquierda que te llevaba también a la pequeña urbe, pero dando un buen rodeo. Pegado a las escarpadas laderas que cerraban por un lado el estrecho valle, la pista se dirigía hacia un lugar donde algunos osados se habían saltado la ley y lo seguirían haciendo eternamente: el cementerio.

¿Pero no decías que no se podía morir uno por esas tierras? Pensaréis.

Así es, pero este puñado de delincuentes lo habían hecho antes de que la norma fuera aprobada.

Antiguo cementerio de Longyearbyen.


Mientras caminaba iba pensando cómo podían impedir que nadie se muriera, eso no era posible, pero lo que sí se puede controlar es el enterramiento, que es lo que realmente no está permitido.

-Faltaría más que no la pueda palmar donde me apetezca. -Pensaba dirigiéndome hacia el lugar de reposo de los que se habían burlado la ley.


Lo cierto es que cada vez que alguien se muere el cadáver es incinerado o trasladado a Noruega donde se le da sepultura. Esta curiosa norma se aplica desde tiempos lejanos sobre todo por dos razones: el frío y los osetes. Debido a que el subsuelo está congelado todo el año (permafrost) los cuerpos nunca llegan a corromperse del todo, por lo que pueden pasar muchas décadas para que un cadáver se degrade, o puede que incluso nunca lo haga. Y ahí es donde entran los grandes osos polares en escena. Como son estos unos animales oportunistas e inteligentes, tarde o temprano es cuestión de tiempo que se acerquen por un cementerio repleto de cuerpos incorruptos que descansan en la fresquera natural del subsuelo, que con sus potentes garras hagan un agujero y se zampen al fiambre o lo desperdiguen por los alrededores, haya muerto este antes de ayer o hace tres décadas. En ambos casos será lo suficientemente sabroso para un oso hambriento, sin importarle si se ha pasado o no el consumo preferente. Es conocida también la resistencia de los virus al frío, donde pueden permanecer latentes muchos años con la capacidad de infección intacta al salir del letargo. En una exhumación reciente de un fallecido en 1917 se hallaron varios virus potencialmente peligrosos, incluido el de la mal llamada gripe española que le había causado la muerte.

El paseo hasta el coqueto cementerio había sido placentero, el sol calentaba pero no quemaba y la sensación de caminar por esos extraños parajes era agradable. Solo una cosa me perturbaba. Ya conocía la norma de no salir de la ciudad sin un arma de fuego, es algo obligatorio y más que recomendable por la presencia de los osos, y el camino que habíamos tomado se encontraba bastante alejado de lugares habitados. Confiaba en que no serían normales las incursiones asesinas de los plantígrados, pero no podía parar de pensar que nada les impedía cruzar la barrera imaginaria que marcaba el límite de la “ciudad”, por lo que de vez en cuando giraba la cabeza para asegurarme de que ningún gigante blanco nos siguiera sigilosamente. Con 3 metros de largo, 2,5 de alto alzado sobre las patas traseras y 450 kilos de peso, su presencia no debería pasar inadvertida, suponía que lo vería llegar desde lejos, máxime cuando la falta de nieve lo hiciera destacar sobre el fondo parduzco. El problema era que para cazar a un humano no le haría falta esconderse demasiado, pues corriendo a 40 km/h rápidamente daría alcance hasta al mismísimo Usain Bolt, por lo que mis miradas atrás solo servirían para ver llegar al comensal con la boca abierta, como debió de pasarle al desafortunado joven del camping un año más tarde.


Reno salvaje al lado de la iglesia de Longyearbyen.


Un perro de trineo aburrido en las vacaciones de verano.


Aunque la estrella del norte no brillaba por la falta de noche, el que sí lo hacía era el barco de la naviera en el que nos acabábamos de subir. El MS Nordstjernen había tomado su nombre de la mismísima estrella Polar y era tan bonito o más que ella misma. Construido de acero y madera en 1956 con 90 metros de eslora (largo) 12 de manga (ancho) y más de 200 toneladas de peso, era una nave preciosa. Con el casco tintado de negro en su mayor parte, detalles rojos y los camarotes y barandas blancas, lucía los colores corporativos con los que la naviera noruega pinta todos sus barcos, pero este era especial, ya que es el más antiguo de toda la flota. Los camarotes eran los típicos de las películas de marineros, con literas, ojo de buey y baños compartidos en su mayoría. El comedor y sala de estar donde dominaba la madera, y las cubiertas y pasillos exteriores con mil y un recovecos donde poder estar sentado para divisar el océano Ártico, también destacaban por su belleza.


MS Nordstjernen fondeado.


La navegación por el fiordo Isfjorden era tranquila, pues las aguas al estar protegidas por las paredes de este están calmas normalmente. Nos dirigíamos en dirección a mar abierto para comenzar la búsqueda de los osos blancos, pero antes pasaríamos por un lugar que personalmente estaba deseando conocer, íbamos a desembarcar ni más ni menos que en la mismísima Rusia.

Como podéis observar este relato tiene dos claros protagonistas: los osos polares y los rusos. Empezaremos a hablar de los segundos pues fueron los primeros que aparecieron cronológicamente en esos días del mes de junio de 2019.

El desembarco en el puerto de Barensburg fue rápido. En el muelle de hormigón manchado de negro por el polvo del carbón y los aceites industriales derramados, nos esperaban las autoridades que harían un pequeño chequeo de los visitantes. Sería este más sencillo que el de una frontera normal, pero lo suficientemente escrupuloso como para que nadie quedara sin registrar su paso por la pequeña ciudad. Antes del tratado de 1920 Rusia ya extraía carbón en varios puntos de las islas alrededor de los cuales nacieron algunas ciudades, como la propia Barensburg y otras dos llamadas Pyramiden y Gruman. Todas ellas fueron evacuadas y destruidas (excepto Pyramiden que solo fue evacuada) durante la segunda guerra mundial cuando los nazis las ocuparon. No obstante, el archipiélago de las Svalbard fue el último lugar donde los alemanes se rindieron, semanas después de la caída de Berlín. Supongo que siguieron luchando sin saber que su guerra ya se había terminado. De las tres, solo la que estábamos visitando sigue habitada, donde unos 400 rusos y mineros ucranianos del Dombass (ucranianos prorrusos seguramente) trabajan y viven de continuo todo el año. Hubo un tiempo en que la población rusa era mayor que la noruega en el archipiélago, pero hoy en día ya no es así.


Puerto de Barensburg.


Barensburg se asienta en una ladera empinada por encima del puerto donde nos encontrábamos en ese momento. A mano derecha una chimenea escupía el humo negro producto de la combustión del carbón que alimentaba la central térmica que a su vez proporcionaba energía para toda la ciudad. El penacho de la chimenea era tan oscuro que se podía deducir con toda seguridad de que ningún tipo de filtro limpiaba los humos producidos en el proceso. El negro abrazaba todo alrededor nuestro.


Teléfono público ¡Funciona! A mi lado una bella Rusa.


Los pasajeros del barco comenzamos a seguir a una joven guía rusa que en un perfecto inglés nos iba explicando la historia de la ciudad en la que vivía y en la que seguramente no había nacido, ya que casi todos en Barensburg vienen y van. Los habitantes son en su mayoría mineros, sus familias y las personas necesarias para mantener los servicios de la pequeña urbe.

No es tarea sencilla llegar caminando desde la zona del puerto a la ciudad, unos centenares de escalones de madera se interponen entre un punto y otro para salvar el desnivel de la ladera en la que se asienta. Nos contaba Irina (nombre inventado pues no recuerdo el suyo verdadero) que Barensburg había sido completamente destruida en la II Guerra Mundial y que solo un puñado de edificios de madera se mantenían en pie desde los años de su fundación. De los que se levantaban, otro puñado estaban inclinados de manera extravagante, guardando un exiguo equilibrio ya que sus cimientos se habían hundido debido a que el suelo ya no está congelado, pues el permafrost se ha ido derritiendo en los últimos tiempos como consecuencia del cambio climático. Lo que antes era un suelo duro como el hormigón, poco a poco se ha ido convirtiendo en una superficie inestable en los meses de más calor, por lo que los nuevos edificios necesitan de unos cimientos más fuertes y profundos para no sucumbir. Decía Irina (puede que hasta haya acertado con el nombre) que ahora casi todo el pueblo vive en el mismo edificio, un bloque de pisos de colores llamativos que se levanta en la zona alta de la ciudad.


Edificios de viviendas y estatua de Lenin.


Nos dijo orgullosa que el asentamiento contaba con un enorme polideportivo, piscinas climatizadas, colegio, guardería, supermercado, tienda de suvenires y hasta una estafeta de correos desde la que pude enviar una postal a mi hijo que unos meses más tarde recibió. Pero por encima de todo eso había una industria que me dejó ensimismado. Fue tal el entusiasmo que me causó que en ese momento decidimos abandonar el grupo y no acudir con el resto de viajeros a ver una demostración de danzas rusas a la casa del pueblo, tomamos la decisión de visitar esa fábrica de sueños donde fuimos felices un buen rato.

¡¡¡Tenían una fábrica de cerveza artesana!!!

Dos chavales atendían la barra tras la cual se podía ver a través de una cristalera la maquinaria necesaria para elaborar el brebaje. Eran unas instalaciones de ensueño que ya quisieran poseer ciudades mucho mayores que ese pequeño pueblo de apenas 400 vecinos. Uno de ellos, caucásico, lucía un bigote fino encerado en las puntas por lo que le bautizamos como Rigodenski (nombre inventado para rusificar el de Rigodón) el otro poseía unos marcados rasgos asiáticos, a buen seguro fruto de su origen siberiano, por lo que le bautizamos como Brushlov (rusificando el de Brush Lee). Así, y después de saborear varios tipos de birra y charlar con Rigodenski y Brushlev volvimos a la realidad de Barensburg, una ciudad que parecía ahora mucho más habitable y hermosa, las desvencijadas casas de madera se alzaban ante nuestros beodos ojos como auténticos monumentos, los coloridos bloques de pisos aún lucían más bonitos de lo que nos habían parecido en un principio, y sentados a las puertas de la pequeña iglesia ortodoxa de madera, hasta nos dio la sensación de que la chimenea de la central térmica despedía un humo menos negro y más saludable. Incluso un bonito arcoíris apareció sobre el mar. Lo que unas cervezas no puedan arreglar es que no tiene arreglo.


Rogodenski y Brushlev.


El motivo de la existencia de este enclave ruso en medio de unas islas noruegas por descontado que no es casual. Detrás de la explotación de la mina de carbón se encuentra algo más importante, como es la presencia rusa en la zona. ¿Como una pequeña mina de carbón podría suponer un negocio tan jugoso como para mantener a todo un pueblo y a unas instalaciones que solo se pueden permitir las ciudades más importantes de Rusia? Este asentamiento es parte de la lucha por poseer presencia en el Ártico que las naciones colindantes llevan librando varios años, en aras de tener una posición privilegiada para explotar los recursos existentes en los fondos marinos ahora bajo el hielo y que en un futuro no lo estarán. Barensburg será un puerto importante cuando todo esto suceda, y Rusia lo sabe.

Los Rusos de Barensburg al igual que los de las otras ciudades soviéticas, ahora abandonadas, siempre tuvieron una buena relación con el resto de los habitantes de las Svalbard. En esa visita de un par de horas los percibí como gente agradable y orgullosa de mostrarnos su ciudad por muy paupérrima que esta sea. Personas curiosas empeñadas en ayudar y de apariencias diversas derivadas de la gran extensión de su patria. Se les veía alegres de recibir a esos extranjeros que dejaban algunas divisas, pero que sobre todo rompían la monotonía de vivir en un lugar tan remoto y con tan pocas caras nuevas. Ya conocía el carácter ruso de un viaje previo a ese país, por eso ahora me duele tanto ver a esas mismas personas matar y morir en una guerra estúpida que ha traído y traerá muchas consecuencias, una de ellas es que ya nadie visita Barensburg y saca de la tediosa rutina a sus habitantes.

En el barco la vida transcurría lenta pero entretenida, como siempre era de día podías estar en alguna de las cubiertas tomando el sol mientras observabas el magnífico paisaje en cualquier momento. A nuestra derecha la costa oeste de Spiztberguen, carente de vegetación por completo en las laderas empinadas características de estas islas, con trozos de nieve y hielo combinadas con el suelo terroso. En los llanos la tundra se dejaba ver y en las alturas los glaciares y las nieves perpetuas nos embobaban con su hermosura. A la izquierda el océano Glacial Ártico, mar oscuro e inhóspito que para nada invitaba a darse un chapuzón.

Pudimos hacer desde el primer día un grupito de amigos a bordo, más fruto de la obligatoriedad de compartir mesa en el comedor que de nuestras afinidades, pero rápidamente surgió la amistad a pesar del idioma. Una alemana que vivía en Londres, un joven de Maldivas afincado en USA, un inglés de Berlín y una pareja polaca que no recuerdo bien donde hacían vida, pero lo que sí recuerdo es que no era en su país. Seguir sus conversaciones informales no era fácil, pero aún así la comunicación era lo suficientemente buena como para contarnos nuestras historias personales y comprobar lo globalizado que se encuentra el mundo en la actualidad.

La búsqueda del oso polar no es sencilla, puede que te encuentres con uno a la vuelta de la esquina, como que no lo veas ni en un mes de rastreo, pero teníamos esperanzas. Entre medias disfrutábamos de los desembarcos (siempre acompañados por una guía armada con un rifle) en busca de renos, morsas y del patrimonio dejado por los escasos habitantes de esos parajes, casi todos cazadores. A diferencia de la Antártida, el ártico ha sido una zona que desde hace muchos años ha contado con la presencia del hombre. Cazadores, pescadores, mineros y aventureros han pisado estos parajes y lo siguen haciendo, por lo que la humanización del entorno es mucho más notable que en el otro polo, donde la pureza es casi absoluta.


Nuestra guía y protectora en los desembarcos.


Al tercer día de búsqueda el nerviosismo ya se dejaba notar entre los pasajeros. Solo nos quedaba una jornada para poder encontrarnos con el gran oso blanco y en nuestra mente la idea del fracaso iba ganando fuerza. El objetivo era llegar a los 80° de latitud norte a tan solo 10° del mismísimo polo, o lo que es lo mismo unos 1000 kilómetros. Navegábamos en esos momentos por un mar que en el invierno se congela completamente, formando una capa de hielo estacionaria que dependiendo del año es más o menos extensa y que se une al hielo perpetuo que nunca se derrite y que llega hasta el mismo polo norte. Lamentablemente los dos tipos de hielo cada vez son más escasos y se habla de que en unas pocas décadas todo el polo pueda perder el hielo en verano, dejando un enorme océano navegable por el que los barcos mercantes podrán ir de Asia a América y Europa ahorrando muchos miles de kilómetros. Algunos países ya han trazado las posibles rutas anticipándose al más que probable acontecimiento.


Fiordo.


Morsas ganduleando en la playa.


Tenía la vista cansada, mientras navegábamos entre enormes trozos de hielo casi todos los pasajeros y parte de la tripulación buscábamos sin descanso en el horizonte la silueta de un oso polar. Era el escenario más propicio para un avistamiento, pues los osos gustan de sestear en los restos planos de la banquisa de hielo mientras esperan la ocasión de sorprender a alguna foca despistada. No perdíamos la esperanza, pero de momento los esfuerzos eran en vano y ya tenía asimilado que debería ir al oftalmólogo a la vuelta a España, pues lo de pasarte horas mirando el hielo con los prismáticos en un día soleado y sin gafas de sol no es lo mejor para conservar la vista. Si había que sumar una dioptría a alguno de mis ojos como precio por ver un oso, así sería. Cuanto más avanzábamos el hielo se cerraba más y más. Los trozos de mar congelado que se iban resquebrajando con el avance del verano se movían a la deriva antes de derretirse a merced de las corrientes y de los vientos, y la brisa del norte además de traernos unas temperaturas gélidas estaba empujando todos esos cascotes blancos contra nosotros, cerrando los canales navegables de agua y amenazando con dejarnos atrapados. En la lejanía pudimos ver un velero de gran porte que ya había sucumbido al hielo, se encontraba completamente rodeado desde hacía varios días, sin poder moverse y esperando a que el viento volviera a abrir el paso para poder dirigirse más al norte, donde detrás de esos trozos de hielo, un mar libre se abría entre nuestra posición y el hielo permanente del polo.



Velero holandés atrapado en el hielo.


En algunas ocasiones y fruto de mi vista cansada y de mi imaginación me parecía observar el pelaje de un oso polar, que en comparación con el blanco puro del hielo luciría entre amarillento y beige, pero en cuanto pestañeaba y para mi frustración la visión se esfumaba. ¿Cómo era posible no ver ni un triste oso si el lugar era perfecto?

En un momento dado el capitán, una persona prudente y coherente, nos hizo llegar por megafonía un mensaje. Había tomado la decisión de retroceder cuando nos encontrábamos a menos de 30 kilómetros de la latitud 80° norte. La deriva de los cascotes de hielo amenazaba con dejarnos bloqueados como al velero y no quería arriesgarse lo más mínimo, aunque a mí personalmente me hubiera encantado quedar atrapado unos días en medio de esa inmensidad a riesgo de perder completamente la vista en busca de osos. La noticia no me agradaba lo más mínimo, cuanto más al sur menos posibilidades había de encontrarnos con los plantígrados. El fracaso se estaba convirtiendo en una realidad. Pero como todas las noticias no pueden ser malas también nos informó de que podríamos degustar una copa de champán cortesía de la naviera y brindar a casi 80° de latitud norte.

Hundido en una profunda tristeza me tomé esa copa, que luego fueron dos y finalmente cuatro o cinco, pues supe aprovechar la circunstancia de que alguna gente no bebía su ración y hacerlo yo, un poco porque no se perdiera el champán ya descorchado y un mucho por ahogar la pena de no encontrarnos con el gran oso polar en alcohol. Con mis sentidos un poco adormecidos y camino del sur, pasé las siguientes horas disfrutando del paisaje y pensando en lo afortunado que era por poder haber conocido esos parajes inhóspitos, tierras noruegas de osos y rusos, donde me pude encontrar a algunos de estos y a ninguno de los otros.


Comments


bottom of page