top of page

UNA NOCHE CON MOHAMED.




Dicen que el cielo del desierto es el más puro y limpio del planeta. Tumbado boca arriba, la falta de luz me permitía ver todas y cada una de las estrellas del firmamento, con una nitidez que pocas veces había experimentado. Era un cielo distinto al nuestro, no tan diferente como el del hemisferio sur allá por Namibia, Patagonia o Sudáfrica, pero sí lo suficiente como para que no me resultara familiar, estaba todo ligeramente desplazado, como si alguien hubiera desordenado sutilmente el tablero. Por esas fechas, enero, en mi cielo podría haber diferenciado fácilmente el Cinturón de Orión, las Pléyades, Tauro, la Osa Mayor, la Menor y por supuesto la Estrella Polar, que para un ignorante estelar como yo ya es todo un logro. Sin embargo, esa noche me costaba divisar mis estrellas y constelaciones favoritas a pesar de la inmensa oscuridad, pero la que sí podía ver era una que siempre me impresiona, una oriunda del otro hemisferio aunque se deja ver en el nuestro: Escorpio.

Siempre que distingo esa enorme constelación el corazón me da un vuelco. Es inmensa, con sus formas definidas como si alguien la hubiera dibujado a tiza sobre una enorme pizarra oscura, al contrario que otras en las que relacionar su forma con su nombre es un ejercicio más de fe que de otra cosa. A pesar de estar más tumbada que en otras ocasiones se podía ver la cola del escorpión, aunque también pudiera ser la de un caballito de mar. Sus pinzas y su cabeza, similar al tridente de Neptuno aparecían claras. Ahora que lo pienso se le podría llamar Neptuno o caballito de mar y sería un nombre tan apropiado como el suyo verdadero.

De repente, en el horizonte, un hermoso amanecer de luna comenzó a dibujarse. El enorme astro, casi lleno, emergió de las arenas del desierto y en unos minutos convirtió lo que antes era la más absoluta oscuridad en una penumbra que me permitió ver a cientos de metros de distancia. ¡Era casi de día!

Podría haber sido la mejor noche de mi vida, pero en lugar de eso se convirtió en un auténtico infierno, y eso a pesar de que Mohamed, a nuestro lado, guardaba de nuestros sueños.


Alfa, Beta, Delta……. Seguramente muchos ya no recordaréis lo que entre el año 2020 y el 2022 significaron estas letras del alfabeto griego. El mundo tal y como lo conocíamos cambió en unos pocos meses y todo se puso patas arriba. Un nuevo virus respiratorio hizo acto de presencia y se extendió por todo el planeta a una velocidad de vértigo. De repente el estilo de vida que conocíamos se empezó a tambalear hasta el punto de que tuvimos que cambiarlo durante meses para poder sobrevivir. Se cerraron las fronteras, se adoptaron medidas de aislamiento para frenar la expansión de una plaga que acabó con la vida de miles de personas en nuestro país y puede que de millones en el planeta. Como es normal, se hizo imposible viajar en los primeros meses, aunque entre la variante Alfa, la Beta y la Delta algo nos pudimos mover, al menos los más osados o inconscientes. Al igual que a la variante Alfa le pusieron ese nombre para no llamarle al Covid el virus chino, bautizaron a las sucesivas cepas corriendo el abecedario griego para no alarmar y crear odio contra las diferentes nacionalidades simplemente porque una mutación hubiera ocurrido en su territorio, como sucedió con la cepa inglesa a la que creo recordar que se le denominó posteriormente Delta. Pues bien, por aquel enero de 2022 la letra de moda era la Omicrón o la variante sudafricana como preferían llamarla ciertos odiadores. La verdad que yo personalmente no había parado de viajar entre ola y ola en los dos años anteriores, y por esos días me decidí junto con Ana a ir a algún destino exótico, justo antes de que de nuevo se cerrara el espacio aéreo de muchos países por esa variante inmigrante africana. Había sido reticente a moverme por países sin recursos con la seguridad de quién se cree inmune por tener un par de dosis de Pfizer, de Moderna (apuesto a que ya no os acordabais de estos nombres.) o de aquella chunga vacuna inglesa que resultó no ser de mucha utilidad. ¡Incluso los rusos tenían una! No me parecía justo poder contagiar a individuos que simplemente no tenían acceso a una sanidad decente y que podrían morir por mi egoísta acción de salir de la rutina de una cómoda vida en un país “rico”. Pero todo cambió con un viaje el año anterior a Guatemala, donde mi ahora amigo guatemalteco Israel, me confesó que su peor pandemia había sido no tener trabajo durante meses y casi morirse de hambre por la falta de turismo. Aproveché por tanto una escapada a las islas Canarias para buscar un destino cercano desde uno de sus aeropuertos a la vecina África. El destino quiso que acabara en un país tan cercano como fascinante y desconocido: Mauritania.


Babá nos recogió ya de noche en el aeropuerto de Nuakchot. Su piel oscura y su labio inferior prominente no le daban un aire para nada de Tuareg. En lugar de eso era negro como la noche aunque sin los rasgos característicos de los subsaharianos. Era mezcla de varias tonalidades como a veces sucede en toda Mauritania, no obstante ese país es la frontera entre las dos Áfricas, las mal llamadas negra y blanca. Era la primera vez que lo veíamos y teníamos cierta desconfianza, pues sería la persona que nos iba a guiar por todo el país, al que habíamos contratado sin referencia alguna, empujados por la falta de contactos, para recorrer su árida patria. Babá por su parte trabajaba a la desesperada, después de casi un año sin ningún cliente, sin haber recibido un céntimo de adelanto por los servicios que iba a prestar y de haber pactado un precio con esos dos forasteros que se encontraba muy por debajo de lo que solía cobrar por sus servicios con anterioridad a la maldita pandemia. Simplemente no habíamos querido depositar nuestro dinero en la cuenta de un desconocido en un tiempo en que los espacios aéreos se cerraban sin previo aviso, acabando con el viaje planeado antes de que este hubiera tan siquiera comenzado. Las desconfiadas partes por lo tanto se tuvieron que fiar la una de la otra, pues a nosotros mismos nadie nos garantizaba que ese guía se fuera a presentar a la llegada a Mauritania. Sin embargo allí estaba.

Lo único que se conoce de Mauritania en España no es bueno precisamente. Eso si se es de las personas que la saben situar en el mapa. Desierto implacable, moros, terrorismo islamista, mucha arena, cayucos cargados de inmigrantes que parten hacia las islas Canarias llenos de negros, más desierto…….. y así hasta el infinito. Pues bien. Mauritania no es para nada eso, es simplemente un país fascinante, de buenas gentes que viven en un clima hostil, mezcla de culturas, emplazada en la parte más bonita del desierto más bonito del mundo: el Sáhara.


Sucede muy a menudo, sobre todo en ciertos países, que los estómagos de los viajeros se resienten de tal forma que los dejan indispuestos por unos días. Esperando a que Babá hiciera unas gestiones en medio de una calle de arena de la ciudad de Atar, mi tripa empezó a retorcerse. Probablemente el pescado de la cena de la noche anterior me había sentado mal, cosa que supuse al ver los ejemplares a la venta unos instantes antes en el mercado callejero local. A cientos de kilómetros del mar y expuestos al sol no podría ser pescado fresco por descontado, pero la pinta que tenían era poco menos que de putrefacción. Aún así había sido una cena deliciosa. ¿Acaso sería la pata de cabra que habíamos almorzado ese mismo día la causante de mi malestar? Esa era fresca sin lugar a dudas, pues la había matado y cocinado mientras nos tomábamos un té. Quizás que Babá cortara los pedazos de carne con sus propias manos y nos los ofreciera como si de una mamá pájaro alimentado a su pollada se tratara, tuviera algo que ver. O simplemente mi tripa se había puesto malita porque sí. El caso es que ahí estaba yo, esperando al guía y con la mirada inquieta buscando un lugar donde evacuar. Me había alejado del coche mientras Ahmed, el chófer, intentaba decirme con enérgicos aspavientos que no me fuera, que Babá ya volvía y que me iba a perder. Yo no tenía fuerzas ni ganas de explicarle lo que me pasaba y decidí meterme en un edificio abandonado antes de que fuera demasiado tarde. Cuando ya estaba decidido a hacer de vientre en la ruina que acababa de ocupar, regresó Babá y rápidamente me buscó una mejor solución. Me coló en una casa particular y les pidió permiso a los propietarios para usar su inodoro, cosa que hice gustoso. ¿Dejarías tu cagar a un forastero en tu water? No creo, pero a mí sí que me dejaron, y sin pedir nada a cambio. Y así fueron sucediéndose los días, entre arena, oasis, roca, más arena y dos o tres docenas de tazas de té al día. Puede que alguna más.


Babá trinchado la cabra para alimentar con sus propias manos a la pollada.


Ahmed conducía el Toyota Hilux con presteza tanto por la carretera como por los caminos, pero ese día percibíamos cierta preocupación en su rostro. Habíamos salido temprano por la mañana de la localidad de Ouadane y nos dirigíamos a Chinguetti por el medio de un desierto inmenso de arena y dunas. Tendríamos que recorrer poco más de cien kilómetros de una localidad a otra con parada para almorzar en un pequeño oasis llamado Tanouchert, cosa que podría parecer sencilla, pero no lo era. El vehículo zigzagueaba continuamente movido por los constantes volantazos que Ahmed daba para encontrar la ruta correcta. Como los caminos en el desierto son efímeros y duran lo que dura un día sin viento, el bueno del chófer sudaba la gota gorda. Estoy seguro de que era consciente de la dirección que teníamos que seguir, pero no tenía tan claro el lugar por donde hacerlo. A falta de pista o de roderas de algún pionero, el recorrido se estaba convirtiendo en una especie de camino improvisado trazado por la tan manida técnica de prueba y error. Subíamos una duna, la bajábamos, atravesábamos una pequeña planicie y de nuevo a subir. De repente la montaña de arena siguiente terminaba en una especie de cortado que era imposible de descender en el coche a menos que fuera rodando, y vuelta a empezar. Si la distancia que teníamos que recorrer era de unos cien kilómetros al final andaríamos el doble. De vez en cuando Ahmed y Baba hablaban el uno con el otro dándose indicaciones del camino a seguir, señalando ambos a lugares opuestos y finalmente llegando a un acuerdo ya fuera antes o después de equivocarse uno de los dos. En un determinado momento nos paramos y Ahmed se bajó del coche, echó una ojeada y se alejó. ¿A dónde se dirigía? ¿Nos abandonaba en medio del desierto? De repente flexionó una rodilla y estiró la pierna contraria como si fuera a hacer un estiramiento futbolero y mirando de espaldas al viento procedió. Sus manos trabajaron con rapidez y pudimos ver como un sutil chorro de orina mojaba la arena cayendo desde un palmo del suelo, en una técnica mingitoria dirigida a no mearse encima por la fuerza implacable del viento del desierto. De echo Ana afirma que vio asomar algo más que el líquido amarillento, cosa que yo por suerte no percibí. Una vez terminada la maniobra, atrapó un buen puñado de arena para realizar la limpieza de cimbrel y manos y ya teníamos al bueno de Ahmed de vuelta al Toyota. Lo que creímos en su momento que era una huida simplemente se trataba de una parada biológica. El chófer nos sonrió y continuó pilotando y acercándonos a nuestro destino por el método de prueba y error que seguramente había realizado tantas y tantas veces. A partir de ese momento me cuide muy mucho de volver a estrecharle la mano a modo de saludo.


Babá y Ahmed trazando la ruta. ¡Te dije por ahí no era!


-¡Oseeeee!


-¡Oseeeeeeeeeeeee!

Con esa llamada y de forma mal educada, el dueño del campamento de Chinguetti, donde pernoctaríamos los próximos días, se dirigía a su empleado, un negro que corría presto ante la llamada inquisitorial de su maleducado jefe, al que ya le habíamos puesto nombre debido a su parecido más que razonable con un político español de nuestros días. Mariano.


-¡Oseeeeeeeeeeeee!


Mariano le daba una serie de órdenes en un galimatías de palabras que por descontado no comprendíamos y el pobre chico, al que ya habíamos bautizado como Jose, corría presto a cumplir.

El lugar no era más que un par de haymas sobre la arena y la suite nupcial, hecha de bloque, con suelo de cemento, cama de cemento, ducha de cemento con agua fría, un lavabo torcido y un water viejo en medio del baño encementado. La ropa de cama sencilla, lavada hace un par de primaveras y el cabecero una simple mancha de grasa capilar en la pared revocada de blanco que en esa zona lucía ahora beige. Vamos, toda una delicia. No obstante un sitio de descanso auténtico donde descansar antes y después de nuestra ruta programada por el desierto al día siguiente.

El bueno de Jose nos había llevado las maletas y se encontraba preparando la cena mientras nosotros charlábamos animadamente con Mariano de su vida y de su país.


-¡Y quien iba a saber que solo tenía 13 años!


-Yo creía que era una mujer hecha y derecha.


-La culpa es de los padres que le dieron demasiada leche de cabra y se desarrolló mucho para su edad. Pesaba 70 kilos o más.


Nos contaba el necio de Mariano cómo había conocido a la madre de sus hijos años atrás, mientras tocaba en un poblado nómada con su grupo de música étnica.

Se sentía engañado pues lo sedujo una niña con cuerpo de mujer a la cual dejó embarazada.


-Me casé con ella, como no podía ser de otra forma.


-Nos vinimos a vivir a Chiguetti pero ella no se adaptó.


- Los nómadas no son capaces de estar en un sitio quietos.

- Si no le hubieran dado tanta leche a la condenada. -Se lamentaba.


Se quejaba de que no veía a sus hijos pues su familia política casi siempre estaba lejos, y se lamentaba de lo desgraciado que era.


-¡Oseeeeeee!


-Muévete y trae más té.


Presto se dirigió el Jose a realizar su tarea, y en la penumbra del atardecer pude ver en su rostro como sus ojos emanaban cierto odio hacia su jefe. Por mi mente llegó a pasar la imagen fuerte bantú asesinando con sus propias manos al tirano pederasta, sacándole el corazón y comiéndoselo aún palpitante en venganza por tantos años de abusos. Puede que a estas alturas esa visión se haya hecho realidad.


-¡Oseeeeeeeeeeeee!


Imagen cotidiana de las calles de Chinguetti.


¿En qué momento me perdí eso de que en las caravanas de camellos las personas tienen que ir caminando al lado de las bestias y no “cómodamente” subidos en ellas?

La primera impresión que percibimos cuando conocimos a Mohamed fue la de que era una persona misteriosa. Mohamed sin duda era un descendiente de Tuareg de manual: piel oscura, rostro surcado por arrugas más causa de las duras condiciones ambientales que de la edad, túnica sucia y pañuelo enrollado en la cabeza que hace que ver pelo de Tuareg sea tan difícil como ver cuerno de unicornio. Lo cierto es que era un tío atractivo. Al verlo junto a las tres monturas que nos iban a acompañar durante los próximos días nos las prometimos felices, hasta que comenzamos a caminar al lado de los tres camellos que iban unidos entre sí y cargados con los enseres necesarios y algunos más. En ese momento nos dimos cuenta de que lo de pilotar camello es cosa de las películas. Nos explicaba Mohamed que los animales son para llevar materiales y poco menos que se sorprendía de que pensáramos que podíamos ir encima de ellos.

-¿Acaso no tienen pies estos forasteros?

-Pensaría.


- Solo hay que mover una pierna que la otra le sigue, es sencillo.


Con esas comenzamos a caminar, primero atravesando Chinguetti, luego recorriendo sus afueras convertidas, como las de todas las localidades del país, en vertederos de todo tipo de residuos que el desierto se encarga de engullir y disimular, hasta que un día, puede que décadas después, otro viento los vuelve a poner al descubierto.

La arena era tan fina que entraba por todos y cada unos de los agujeritos del calzado, llenando la cavidad de tal forma que a los pocos minutos de comenzar a caminar parecía que llevases unas zapatillas de 5 números menos. La solución era descalzarse, vaciar y volverse a calzar, o llevar chanclas. En comparación con los nuestros, los pies de los camellos son perfectos para avanzar por ese terreno. Las patas palmeadas les ayudan a no hundirse en la arena blanda, parece que tengan una especia de amortiguador que silencia la pisada de tal forma que no se escucha ni un solo ruido. Así avanzábamos lentos pero seguros, despacito en los tramos de arena y más ágiles en los pocos que eran rocosos. El calor empezaba a apretar y a nuestro alrededor ya no se veía otra cosa que no fueran dunas y más dunas. De vez en cuando una suerte de valles planos con una superficie blanquecina facilitaban enormemente el avance. Se trataba de las zonas bajas que en alguna lluvia pasada se habían llenado de agua que ahora evaporada había dejado una superficie salobre y dura. De vez en cuando una zona de acacias nos daba un respiro, pero no por la sombra que proyectaban, si no por el cambio de paisaje que suponían estas, pasando de las hermosas pero aburridas dunas infinitas a un desparramado “bosque” de árboles y arbustos espinosos, que no lograban tupir lo suficiente como para que la sombra refrescara nuestro avance. En lugar de eso se erguían a decenas de metros los unos de los otros como si estuvieran enfadados entre sí.

Después de 3 o 4 horas de avance Mohamed paró la caravana. Sin decir una palabra, pues solo hablaba su lengua materna y sabía que no le entenderíamos, por gestos nos mandó detenernos e hizo tumbarse a uno de los camellos, el más grande, una hembra que era la que llevaba la mayoría de los enseres. La descargó y puso una manta en el suelo a la sombra de una acacia para que descansáramos. Uno a uno fue liberando a los animales que en un santiamén se dispersaron en busca de algo que comer, tarea que sería imposible para cualquier herbívoro que no fuera camello. Ni una cabra podría encontrar algo nutritivo por esos parajes. En un periquete con cuatro palitos encendió un fuego en un agujero en la arena. Mientras la madera ardía troceó unos pimientos, cebolla, zanahoria y algunos otros vegetales y los pochó al fuego en un cazo, echó un poco de arroz, creo que un trocito de carne de cabra y en menos de una hora teníamos preparada la comida, que devoramos rápidamente mientras se hacía el té. La ceremonia del té en Mauritania es algo cultural. Una vez que comience te vas a tener que beber obligatoriamente tres pequeños vasos tras tener que esperar bastantes minutos a que el ritual de preparación termine. Ritual que consiste en verter en innumerables ocasiones el té de la tetera a los vasos y de los vasos a la tetera. El resultado son tres brebajes diferentes, uno muy amargo, otro normal y otro dulce que se beberán por este orden. La realidad es que beberás uno dulce, otro dulcísimo y otro dulcicisísimo. El mejor té del mundo sin duda, aunque con tal cantidad de azúcar se podría sobrevivir durante meses sin ingerir ningún alimento más.



Mohamed hablando con su madre. ¿Estas comiendo bien hijo?


La verdad es que la comida había sido una delicia, sabrosa, en un marco incomparable y con un cocinero de lo más étnico que había visto nunca. Tras lavar la vajilla con arena, alejarse para orinar en la postura de pierna estirada y limpiarse las manos y lo demás con arena igualmente, Mohamed se dispuso a ir a buscar a los camellos que se habían separado cientos de metros para ramonear las espinosas hojas de las acacias. Los condenados no vendrían a su dueño después de un silbido, cosa que el guía sabía, por lo que ni lo intentó. Una vez reunidas las bestias y vueltas a cargar y a atar entre sí, Mohamed le dijo a Ana si quería subirse un rato en los lomos de uno de ellos, para ir más descansada, a lo que esta asintió. Usar una de sus patas delanteras a modo de escalón para trepar a la chepa del camélido parecía no hacerle ni pizca de gracia al animal, que protestaba con todas sus ganas chillando y babeando. Me recordé en esos momentos de una reflexión que se dice que Marco Polo escribió en sus memorias a cerca de los camellos y dromedarios. Sin recordar exactamente sus palabras lo que sí que recuerdo es que le parecían unas criaturas horrendas, cabezotas, que no obedecían nunca a la primera, feas y que las odiaba con todas sus fuerzas, aunque sabía que eran las únicas bestias capaces de atravesar los desiertos más inhóspitos del planeta. Yo estaba dando fe que en lo de protestones no se equivocaba el amigo Marco. Y fue así como reanudamos la marcha ahora con un calor mucho más intenso, un Mauritano y un español y tres camellos caminando penosamente sobre la arena y una princesa montando a un pobre animal que no paraba de lanzar lamentaciones y exabruptos a modo de gruñidos por tener que cargar con ese peso.


Moha cocinando.


Las piernas ya pesaban, y a pesar del turbante, o puede que por ello, el calor era insoportable. No entendía como los moradores del desierto pueden ir tan tapados siguiendo a pies juntillas la ley esa de que lo que quita el frío quita el calor. Imagino que será cierto, a pesar de que nunca he visto en Sevilla a las señoras pasear con el abrigo de visón en pleno agosto. No se veía el final del trayecto y lo que es peor: una inmensa cordillera de dunas se levantaba ante nosotros y por la dirección que llevábamos tendríamos que superarla. En las primeras estribaciones de las montañas de arena Mohamed paró la caravana y le indicó a Ana que el billete se había terminado.


-Nafadat Altadhikira.( نفدت التذكرة) -Le dijo a Ana.


Lo que viene siendo un:


-Se acabó el billete. - Reina de Saba.


Aunque los camellos son fuertes y resistentes, no pueden cargar hombres o mujeres demasiado tiempo y menos subir pendientes empinadas, o si pueden no suelen forzarlos a ello. Ana se bajó y continuamos el camino ahora todos a pie, caminando lentamente hacia la cima de las montañas arenosas, detrás de las cuales se encontraba nuestro destino, el oasis de La Guelia.


La mini caravana de camellos.


Desde el alto y durante el descenso, pudimos contemplar un palmeral al que las dunas amenazaban con sepultar en la dirección por la que estábamos aproximándonos y una inmensa planicie árida y sin fin en el sentido contrario.

¿Pero quién podría vivir allí?

Un lugar sin carreteras, en medio de la nada y amenazado todo el año por unas arenas que aunque parezcan inmóviles no lo son, avanzan lentas pero seguras engullendo todo lo que se interpone a su paso. De hecho solo tres personas vivían en esos momentos en el inmenso palmeral, y a los tres los íbamos a conocer en las próximas horas.

Sentados a la pequeña sombra de una acacia enana, Mohamed charlaba con el hombre que nos había recibido nada más llegar al oasis. Comía con las manos las sobras del arroz de nuestro menú del medio día, sobras que Mohamed había guardado probablemente sabiendo de que su viejo amigo no les haría ascos. Se llevaba las manos grasientas a la boca mientras daba novedades de la vida en el palmeral y recibía noticias de la civilización, todo ello en un tono de voz bajo y a una velocidad lenta. En cuanto tuvimos ocasión le preguntamos por su edad como buenamente pudimos.

-¿Cuantos años tienes? Le pregunté con Mohamed como intermediario.


-No lo sé. - Respondió.


-Soy mayor.- Dijo sin inmutarse.


Lo que me pareció una respuesta muy interesante.


El viejo amigo de Mohamed.


Unas horas más tarde y después de una visita al oasis, nos encontrábamos alrededor del fuego los tres visitantes y los otros dos humanos que vivían en el lugar. Eran esas unas fechas en las que el palmeral solo estaba habitado por los vigilantes de los árboles datileros, que los cuidaban para que en unos meses dieran su dulce fruto, fruto que vendrían a recolectar decenas de personas que al mismo tiempo darían vida por unas semanas al oasis, justamente antes de que con el fin de la cosecha volviera a quedar prácticamente deshabitado. Y así año tras año. Éramos por lo tanto de los pocos turistas que visitábamos esos parajes en esas fechas y el único entretenimiento de sus solitarios habitantes. Mientras Mohamed volvía a hacer alarde de sus habilidades culinarias en la arena del desierto, sus dos amigos charlaban si parar ávidos de noticias del exterior. Hablaban, reían, volvían a hablar, mientras nosotros los mirábamos embobados tratando de descifrar algunas de las palabras de lo que parecía ser una interesante conversación entre tres amigos de toda la vida. Era esta una charla mucho más animada que la que habíamos presenciado unas horas antes con el anciano. Los jóvenes interlocutores parecían más necesitados de interactuar con el enviado de la civilización, entusiasmo fruto seguramente de las tediosas horas que pasaban en ese lugar y de su corta edad.


🎶Cocinero cocinero enciende bien la candela.......🎶


El trio era un claro ejemplo de lo que es la composición étnica de Mauritania. Mohamed con unos claros rasgos beduinos, Hasán negro bantú de los del África tropical y Abdul un árabe de libro, al menos en apariencia. Todos ellos mezclados en una tierra que es eso, mezcla y frontera de razas y civilizaciones, las cuales conviven como una sola desde tiempos remotos, sin roces, como hermanos. O al menos así nos lo contó Mohamed.

Durante el par de horas que duró la elaboración de la cena, su degustación y la corta sobremesa (“sobrearena” más bien) los jóvenes invitados no pararon de hablar y reír, pero una vez que sorbieron la última gota de la tercera taza de té, la "dulcisísima", todo terminó abruptamente: se fueron. Fue como si ya no pintaran nada allí, como si su presencia fuera algo descortés una vez engullidos los alimentos. Está claro, y así lo he constatado en numerosas ocasiones, que la charla de sobremesa es casi exclusiva de los españoles, que no dudamos en alargarla a veces hasta el infinito, como si no tuviésemos prisa de que ese momento mágico se termine, a menos que la tiranía de la siesta así lo imponga.


Los tres amigos viendo un vídeo en tik tok.


El cielo estaba oscuro. Mohamed extendió una estera en la mullida arena y nos acercó las dos mantas que el bueno de Babá había comprado para nosotros en el mercado de Atar, aquél del pescado reseco, para no pasar frío en la noche del desierto, pues habíamos hecho oídos sordos a la recomendación esa que en el plan de viaje decía:


-Imprescindible saco de dormir para pasar la noche en el desierto.


A lo que nosotros pensamos:


-Bah, no será para tanto.


Pues resulta que si que lo fue.

Con cuatro millones y medio de habitantes Mauritania es uno de los países con menos densidad de población del mundo. Sólo 4 personas por kilómetro cuadrado viven de media en su territorio. Como echando la cuenta así por encima en el oasis estábamos unas seis almas, resulta que me encontraba en una zona más poblada que la media del territorio mauritano, a pesar de la soledad que se sentía en el lugar. El grueso poblacional del país se encuentra habitando en su capital y en el sur, mucho más verde y menos hostil, creándose una enorme zona vacía en el norte y oeste, debido a los rigores del desierto, aunque no siempre fue así.

Cuesta pensar de que hace tan solo unos 5000 años el lugar en el que me encontraba en ese preciso momento intentando conciliar el sueño fuera completamente diferente. Una enorme sabana verde o incluso una frondosa selva tropical ocuparon la superficie arenosa que ahora es el Sáhara. Ñues, jirafas, cebras, rinocerontes, elefantes y los humanos dándoles caña habitaban esos verdes pastos y bosques. Y lo que es más curioso: antes de eso ya había sido desierto y previamente verde y frondoso, incluso antes de que los hombres lo pisaran. Tumbado en la arena, que ya no la notaba tan mullida, pensaba en como en otra época un león me hubiera podido devorar, un rinoceronte cornear e incluso ser pisoteado por un enorme elefante. Por suerte no debía temer por ese funesto final, aunque puede que hubiera sido menos doloroso que morir de frío, que era lo que me estaba pasando en ese preciso momento.

Si la mullida arena ya no lo era tanto con el paso de las horas, la calidez del desierto se había convertido en un frío casi insoportable que iba penetrando en mis huesos más y más. Las dos finas mantas “Made in China”, o fabricadas en la RPC como se dice ahora, a las claras eran insuficientes para conservar el calor corporal. A pesar de tener toda la ropa puesta, estar calzado y enroscado en ellas acaparándolas casi en exclusiva, no paraba de tiritar. A mi lado Ana ya roncaba sin saber que lo hacía al raso, descalza y sin nada que la tapara, pues en los giros que me veía obligado a dar para intentar paliar el dolor de mis caderas debido al duro suelo, me enrollaba más y más cual gusano de seda sobre mi mismo destapando a mi acompañante. De vez en cuando un quejido me obligaba a taparla un poco por eso de que soy buena persona y pensando que de todas formas yo sentía el mismo frío tapado que sin tapar. A nuestro lado, a unos 4 metros de distancia yacía nuestro amigo Mohamed. En la penumbra podía ver la tienda de campaña improvisada que se había preparado con los utensilios de acampada como paredes y colocando una gruesa manta a modo de tejado. Tenía pinta de ser esa mansión mucho más cómoda y caliente que la nuestra y pensé más de una vez levantarme y pedirle por favor que me abriera las puertas de su alcoba, mas no lo hice. En lugar de eso me ponía en pie y daba un corto paseo sin alejarme demasiado al principio por miedo a perderme en la oscuridad, y explorando más y más lejos a medida que el amanecer de luna alumbraba con más intensidad el entorno. Llegué a perder la cuenta de las veces que me levanté, caminé y me volví a tumbar, pero fueron al menos una decena de ellas. Era la única forma de no sufrir el frío aliento del desierto por encima y las gélidas punzadas que me daba la arena por debajo. En un determinado momento, que no sabría señalar en el tiempo, sentí una fuerte presión sobre mi cuerpo que a poco me deja sin respiración. Era como si se me hubiera caído encima el techo de la habitación y me estuviera aplastando mientras me encontraba en un estado de duerme vela. En principio creí que se trataba de un sueño, quizás una especie de pesadilla donde se me venía la casa encima, puede que por causa de un terremoto. La verdad es que sentía una sensación más bien placentera, como de calor.


-Por fin sentía calor. -Pensé.


Si era ese el precio que debía de pagar por morir aplastado no me parecía para nada elevado, más bien era un alivio, como si de una muerte dulce se tratara. Abrí los ojos antes de morir quizás para poder observar el brillo de la luna y puede que de algunas estrellas, pero lo único que vi fue el brillo de unos ojos y la blancura casi perfecta de una dentadura. Eran la sonrisa y la mirada de Mohamed. Nuestro guía y desde ese momento salvador. Se había levantado aún de noche para encender el fuego, preparar pan en un horno improvisado en la arena, y hacer todos los quehaceres que se supone que un buen guía de caravana de camellos tiene que hacer. Como a él ya no le hacía falta y en un alarde de empatía, dejó caer su manta de lana de camello sobre nuestros ateridos cuerpos ante la penosa visión de dos pobres diablos enroscados y aterecidos. Era tal el peso de la manta que por un momento quede sin respiración y tuve esa sensación tan placentera de morir aplastado. Al fin pude conciliar el sueño aunque sólo fuera por unos cuantos minutos.

A pesar del olor a pan recién hecho y el toque de diana, no queríamos levantarnos. Las primeras luces ya despuntaban y la temperatura subía rápidamente, aunque no lo suficiente para que entráramos del todo en calor. Con el reconfortante peso de la manta de Mohamed habíamos caído en un estado de bienestar que yo al menos no había tenido en toda la noche. Aún con el olor a pelo de camello y al del propio bereber, que si no eran lo mismo eran muy similares, en nuestras narices, nos sentamos en la misma manta extendida en el suelo a modo de mantel. El té caliente y el pan tenían sabor a vida, a renacer, y eso a pesar de masticar los granos de arena a cada bocado. Era esta una constante en cada comida, pero en el pan aún más. La fina arena estaba en todas partes, de tal forma que la respirabas, la bebías en el té y la comías en cada alimento. Puede que incluso se colara por los poros de la piel. La sensación de masticarla no era para nada agradable, y llegué a intentar calcular la cantidad de la misma que circularía por el interior del cuerpo de un habitante de la zona. Cálculo a todas luces imposible con los medios disponibles en ese momento.

Con el sabor de la arena aún en la boca nos dispusimos a regresar a nuestro punto de partida. El camino era largo, el sol pegaría fuerte y no iríamos a lomos de ningún camello, pero ya nada nos asustaba si íbamos en compañía de nuestro guía. Incluso veríamos como un hotel de 5 estrellas el antro del pedante de Mariano, abrazaríamos al bueno de Jose con todas nuestras fuerzas, y las afueras desbordantes de basura de Chinguetti nos recordarían años.jardines de Viena. Ya nada sería lo mismo en Mauritania después de pasar esa noche con Mohamed.

Puesta de sol desde las dunas de Chinguetti. Mauritania.













Comments


bottom of page